Acabó la polémica para dar paso al
disfrute. El carnaval sale de sus habitáculos tras la lúdica
‘confrontación’ que duró hasta la mañana de ayer. No tiene
ya importancia el rango y el rasgo, la despreocupación
pululará hasta, tras el ‘Entierro de la Caballa’ cuando
Cuaresma muestre la fría presencia de una muerte que llama
al recato. No obstante, mientras tanto, ménades, pléyades,
faunos y hacedores de sortilegios embriagadores de la propia
vida disfrutarán del cotarro.
Afortunadamente, ya no hay que hacer elección; sólo cabe ese
mismo disfrute que se conjuga con el placer de ver cómo
quienes manipulan la fiesta se han quedado en la explanada
ridícula y miserable del ‘mirarse el ombligo’ -incapaces de
tirar hacia delante- y seguir, recalcitrantes, en el espacio
iracundo de su mismidad (como señalaba el maestro sanroqueño
de la psiquiatría Castilla del Pino), invalidados para mirar
hacia otros devenires.
El paisanaje decorará el paisaje con su desvergüenza, con
sus ganas de decir lo que piensa, con su materia de cinismo,
trastocados en bata de cola y sin pedir permiso por existir
ni por estar ávidos del recreo. Pero ellos, los amantes del
‘cuartelillo’ expresivo de febrero, no quieren que la
estúpida zafiedad se haga protagonista de sus espacios.
Desean seguir en su ámbito habitual, porque los carnavaleros
no tienen necesidad de reivindicaciones absurdas: lo suyo es
a la par ‘una gozada’ para aquella tierra a la que quieren
aplicarle el epíteto de ‘amable’ (que se puede amar).
Precisamente pensando en la calle se hacen las letrillas, no
para ‘retrogusto’ personal, más bien para incitar a la
procaz verborrea de lo jocoso. El carnaval ceutí salió del
escenario -que no es más y se debe interpretar de mayor
manera: que un gesto inicial (casi iniciático)-, ahora con
las gentes a reír y considerar un mundo más divertido.
Tiempo llegará para los abatimientos.
El carnaval, ahora sí, se torna popular. En cada sitio con
su marca, fijada en el tiempo por el libre albedrío de las
plazas y calles. Disfruten y vean.
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