Ha vuelto la política a ser el
centro de conversación y se nota de qué manera las
discusiones están causando estragos entre conocidos, amigos
y familiares. Todo el mundo cree estar en posesión de la
razón y cuando alguien se queda sin argumentos saca a
relucir el tono bronco y uno tiene la impresión de que está
a punto de ser testigo de un duelo a navajas.
Durante las tertulias televisadas me doy cuenta de que los
odios de los contertulios son cada vez más africanos. Se
miran con la crueldad de quienes creen a pie juntillas que
el contrario no pertenece a la España deseada por él. Y a
partir de ahí las palabras de ambos bandos salen
atropelladas, tonantes y biliosas.
Los hay que no cesan de infundir miedos. Gritan, a veces,
que la religión y la patria están en peligro. Otras, no
tienen el menor reparo en decir a voz en cuello que si bien
no saben quienes pusieron las bombas en los trenes de
cercanías de Madrid, aquel 11 de marzo fatídico, sí aseguran
que se mataron a tantas personas para echar del gobierno al
PP.
Y lo proclama, mayormente, alguien cuya inteligencia está
mal empleada. Y lo hace desde un medio poderoso cuyos
gerifaltes bien harían en evitar las confrontaciones
constantes con el poder político. Y, desde luego, antes de
ponerse al frente de manifestaciones callejeras, algunos
obispos tendrían que preocuparse más de que la Iglesia se
hiciera presente en la sociedad de modo adecuado.
Tampoco tienen desperdicios quienes se proclaman
progresistas y no paran de martirizarnos con un regreso al
tradicionalismo por el camino de las autonomías. España ha
sido un país alimentado por los mitos. Y ya está bien de que
catalanes y vascos nos sigan contando historias para no
dormir.
Historias que les han legado hombres de mentes estrechas y
visionarios de pacotilla. Donde les recuerdan que hubo
edenes medievales que fueron erradicados por el centralismo
castellano. Una Castilla de nervio imperialista y en la cual
se generaban todos los males que impedían la evolución de la
periferia. “Ya por medio del hidalgo orgulloso y perezoso,
del cura inquisidor, el conquistador despiadado, o el cruel
e inculto soldado”.
El mito actual, pues, parece ser el regreso a la aldea y el
campanario. Y para demostrarlo ahí está el juglar que
lamenta, sentado en la plaza de su pueblo, lo verde que era
su valle. Así que no me extraña lo ocurrido el martes,
durante la visita del ministro de Administraciones Públicas,
cuando un grupo de personas le llamó traidor a Jordi Sevilla
y al presidente de la Ciudad, Juan Vivas. E insultó también
al comandante general.
Y yo me pregunto: ¿cómo es posible que alguien que hace uso
y abuso de los medios de comunicación y desde los que no
cesa de hacerse el artículo y pone como chupa de dómine a
las autoridades, se permite el lujo de hacerse representar
en la calle por medio de varias voces que gritaban consignas
de una vulgaridad apabullante.
La libertad de expresión es un derecho. Sin duda. Pero ha de
emplearse con más sentido común. Las groserías, esas que
hacían que Lenin detestara al mismísimo Stalin, identifican
al sujeto. Un individuo que se viene retratando como un
ciudadano de esta España, actual, donde la demagogia está
haciendo un enorme daño. Menos mal que en el caso que nos
ocupa, es decir, el del líder del PSPC, se convierte en
efecto bumerán. De todos modos, su proceder es bien cutre. Y
conviene recordárselo.
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