¿Qué si se trata de un amigo mío?
Pues sí y además le prometí escribirle un artículo
pidiéndole perdón porque, a fuerza de mandarnos correos,
hemos ido escarbando en nuestras diferencias, contándonos
cosas, narrándonos el Universo desde nuestras respectivas
perspectivas, él con ese toque inequívoco de chulería
madrileña que le rezuma por los poros, yo, en el habla
andaluza, esa por la que, algunos me critican (las malas
personas me critican, las buenas personas me quieren ,
porque soy un ser entrañable y eso lo dice “todo” el mundo).
Eso sí, les diré que yo tengo mi correo controlado, es
decir, que alguien lo lee y lo selecciona por mí y me señala
que puedo y que no puedo leer. Las amenazas de muerte y los
deseos asesinos de los maníacos y los psicópatas me están
vedados, así como el morbo tembloroso de lascivia de los
degenerados, pasando por el material fotográfico de
contenido pornográfico. ¿Qué que tipo de gente me distingue
con su atención? Pues “los tolerantes” y “los amantes de las
libertades” por una parte y gente encantadora de otra. A los
encantadores, por muy duros y vitriólicos que se muestren,
siempre les respondo y he acabado haciéndome amiga de
muchos, tenemos escaramuzas, pero hay una cordialidad
latente y algunos contenidos que son auténticamente
literarios como los de Miguel Ortega que, al parecer, lo lee
todo y continuamente y asimila terminologías en plan
avaricioso, para enriquecer su dialéctica, que es canela
fina. Me dice que aborrece que se le denomine por cualquiera
de los términos coloquiales que califican a quienes son
diferentes en sus apetencias sexuales, muchos nuevos amigos
postulan por el anglicismo “gay” porque suena fino y
moderno, mientras que, los otros apelativos les parecen de
chiste merdellón, de broma burda, de carcajadota grosera.
Vale Miguel Ortega, te pido perdón y juro que jamás te
llamaré ni gay ni nada, porque no es mi problema, ni es tu
problema, cada cual, en la intimidad, que haga lo que desee
con sus partes pudendas. Mi respeto por Miguel me lleva a
negarme en redondo a identificarle por opciones sexuales, me
importa un carajo y apuesto a que, el abuelo de Miguel que
era un pelirrojo de ojos grises y origen napolitano, hombre
de bien y talentoso, tampoco identificaría a nadie por sus
apetencias. Cada cual en su casa y Dios en la de todos.
Aunque, Miguel siempre tendrá que reconocer que soy superior
a él en un aspecto: el tiene barriguilla de los buenos
guisos de su descansada mamá y ahora de las delicias
culinarias de su hermana y yo no tengo barriguilla sino que
combato ferozmente, a mi medio siglo, por recuperar la talla
36 ¿A que Miguel no va por la 38 de Zara? Bueno, yo tampoco
he tenido mamá ni hermana que me tienten con malvasías y
fragancias perfumadas salidas de los peroles. Tampoco tengo
los ojos grises de mi amigo, heredados del abuelo gigantón
napolitano, sino los ojillos como dos puñalás en un tomate
heredados de mi abuelo, el tío José, aquel que fuera moreno
de verde luna ¿Qué si mi abuelo leía a Federico? No. Nunca
aprendió a leer ni escribió jamás una carta, porque tampoco
sabía escribir.
Ventajas de las modernidades de nuestra amada civilización
occidental el sustituir las palomas mensajeras por golpes de
ratón y que vuelen las ideas por el corazón cableado de los
ordenadores y se cuelen en las pantallas mágicas. Ya saben,
la mía tiene censura, pero, de cuando en cuando, contacto
con un Miguel Ortega que me hace comprender que, por tener
amigos como él, merece la pena el que, todos los rijosos de
España estén en cola para amenazarme.
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