En FITUR tuve la oportunidad de saludar a Pedro Rodríguez,
alcalde de Huelva, y reírme con sus ocurrencias. He aquí un
hombre cuya vida consistía en patearse la calle para sacar a
los suyos adelante. Fotógrafo de profesión, acaparaba todos
los acontecimientos y se hacía apreciar por el personal. Un
buen día, de no sé qué tiempo, decidió adentrarse en el
mundo de la política y se convirtió en uno de los alcaldes
más votados de su tierra.
Llegó al cargo avalado por ese don de gentes consustancial a
su persona y se ganó la confianza de esa gran mayoría de
onubenses que vio en él al hombre ideal para hacer de Huelva
una ciudad extraordinaria. Su éxito indiscutible hizo que
sus partidarios, innumerables, decidieran calificarlo como
Pedro El Grande. Y, claro, sus adversarios pensaron
que ya era hora de acabar con su buena imagen. Y decidieron
acusarlo de fornicar a calzón quitado. Un error. Puesto que
decir eso de un alcalde conduce a que sea votado hasta por
las señoras más devotas y de comunión diaria. Amén de que la
estima de PR seguro que fue objeto de una subida de mucho
cuidado.
Pues ahí es nada verse, de la noche a la mañana, situado a
la altura de aquel Luis Miguel Dominguín en su época
dorada de torero y avasallador en tálamos. Aunque, siendo
como es el alcalde persona inteligente, me imagino que tales
halagos, por más que fueran envenenados, le habrán hecho
disfrutar de ellos lo justo. No vaya a ser que de la ficción
pase a la realidad y termine por distraerse de lo que es su
principal tarea: regir los destinos de la ciudad tal y como
lo viene haciendo.
Escribo estas líneas después de haber terminado de leer
cuanto se dice en un libro dedicado a Huelva y cuyas
fotografías son de una belleza extraordinaria. Un libro
editado para que todos podamos apreciar en qué estado de
forma se encuentra esa tierra descubridora. Una tierra de
destino. y que yo, como homenaje a su actual alcalde, tomo
prestado estos versos del libro para definirla:
Y todos los destinos aquí salen, aquí entran, aquí suben,
aquí están. Tiene el alma un descanso de caminos que han
llegado a su único final. (Juan Ramón Jiménez, “Su
sitio fiel”).
Apenas dejé de conversar con Pedro Rodríguez, gran amigo de
Ceuta y de Juan Vivas, hizo su aparición otro alcalde
en el pabellón de Ceuta: el de El Puerto de Santa María.
Fernando Gago también ha querido que los ceutíes sean
distinguidos en las próximas fiestas abrileñas de la
localidad gaditana. Pero de ello ya habrá tiempo de hablar.
La presencia de Fernando me trajo recuerdos de una edad
donde los miedos y las fobias se hacen presentes a cada
paso. Esa edad en la que ambos estudiábamos bachiller en un
colegio regentado por los jesuitas y cuyos profesores se
encargaban de que nuestra formación fuera la mejor posible.
Aun así, recuerdo cómo yo sentía cada día más aversión por
el profesor de matemáticas. Quien no comprendía por qué mis
notas eran excelentes en todas las asignaturas y sin embargo
en la suya no ganaba para suspensos.
A mí me horripilaba el tener que salir a la pizarra para
hacer demostraciones. Y él se irritaba al comprobar mis
fracasos. Un buen día, ofuscado por su frustración, me tiró
con un paquete de tizas. Y mi respuesta no se hizo esperar:
le lancé un tintero de plomo, sacado de su sitio en el
pupitre, y lo entinté de arriba abajo.
El profesor, que era además un teniente de Ingenieros, no
tomó ninguna medida contra mí. Pues comprendió a tiempo que
si a los doce años yo detestaba ya las matemáticas, alguna
culpa tendría él. En rigor: los fracasos escolares no
siempre han de ponerse en el debe de los alumnos. A veces es
necesario estudiar el problema. Ya he dicho una simpleza.
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