Oficialmente, con la ‘mejilloná’
en la Marina, da comienzo el carnaval. Época para dispendios
de todo tipo, pero muy especialmente para el uso de la
ironía criticona que permite disuadir los miedos a lo
hablado.
Debería ser exigible en estas fechas ese propio ejercicio de
la crítica que, por lo demás, hace crecer las libertades
-muy especialmente las atribuibles al artículo 20 de nuestra
Carta Magna-, sin dejar que se confunda con el bastardo
sentido de la crítica que arremete contra ciudades y
ciudadanos; que confunde participación con vasallaje; que
emerge de la maledicencia y el mal gusto.
Cuán disfrutables son esas mismas ironías en boca del
quehacer inteligente de quienes saben de esto; y cuánto de
estúpidas en la lengua viperina de aquellos que sólo
trasmiten rabia y malestar entre los ciudadanos.
Brilla el carnaval en la calle y se cobija en el paraguas
libre de esa democracia a la que le queda tanto por
proteger, tanto por quitar (al menos denunciar) en bocas de
quienes fueron sus traidores. Y brilla porque es lúcido y
lúdico, lo que nunca pudieron soportar sus enemigos de
pasadas épocas de estandartes caducos y coercitivos.
En unos sitios más arraigado que en otros, pero con la misma
capacidad de sátira burlona y locuaz, el carnaval nos
devuelve ese ‘yo’ socarrón y gamberro que hace de la risa el
epíteto de la denuncia, y que permite disfrutar de una
sinrazón razonable que se ejercita coplilla tras coplilla
para aseverar, tal vez, las ‘verdades del barquero’, las
peculiaridades que hacen ridículo de lo cotidiano.
Apuren hoy los mejillones carnavaleros que mañana llegará
Cuaresma con su frígido recato, y salgan a la calle para
averiguar si son capaces de soltarle a la cara -cantando- lo
que piensan del vecindario y del mandatario, y no se
amedrenten por aquellos que hacen a través de la palabrería
jerga y se quieren imponer como dueños del cotarro. Carnaval
es de todos y nadie tiene marchamo de calidad para
suministrarse sus derechos.
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