De un tiempo a esta parte todo el
mundo tiene en la boca la palabra consenso. Y es cierto,
cada día es más importante consensuar posturas. El mundo
globalizado precisa de acuerdos, cuestión que no es nada
fácil entre personas de diversas tradiciones y culturas, con
puntos de vista muy diferentes entre sí. Sólo hay una manera
de llegar a un buen término, tomar el camino del respeto.
Entre otras cosas, porque siempre será más meritorio para
avanzar en un clima de paz, ganarse el consentimiento de las
gentes que engatusar admiraciones pasajeras que suelen durar
mientras uno ostenta poder.
Al redil del consenso democrático ha llamado el presidente
del Gobierno español, José Luís Rodríguez Zapatero, a todas
las fuerzas políticas y sociales. Lo considera prioritario
el que todos nos situemos cerca en la lucha contra el
terrorismo ¿Y quién no? Pero, pienso, que para consensuar
hay que partir de unos principios básicos, crecidos en la
verdad y fermentados en la justicia, para que brote la
solidaridad. Hay dichos que son postulados. El pueblo, y la
misma historia a lo largo y ancho de su cátedra de siglos,
así lo sentencia: cuando los que mandan pierden las reglas
del buen tino, que es tanto como decir la ética a la palabra
dada; aunque mantengan el tono de la aparente mano tendida,
suele suceder que los que obedecen no se fían y acaban por
perder el respeto de la consideración a la autoridad.
Para ganarse el respeto natural, el uno por el otro, hay que
potenciar la buena armonía, nunca la crispación social, a
base de plantar prudencias y replantar ecuanimidades. Nos da
la sensación que a la clase política, a juzgar por algunas
actuaciones de una incoherencia mayúscula y tanto de un
bando como de otro, que la palabra consenso como que les
resbala. No debiera ser así. Y espero que no sea así, que se
deba a una mala interpretación atmosférica de este
observador. En cualquier caso, hablar de consenso, cuesta
nada pronunciarla y viste mucho. Al menos, pongámonos de
acuerdo en el análisis de su semántica. Si se tuviese más en
cuenta su auténtico significado, estoy seguro que, cuando
menos, daríamos asentimiento a unas premisas básicas para
poder entrar en diálogo y alcanzar la plena comunión de
ideas, una unidad en la diversidad, en la que las restantes
diferencias podrían ser reconciliadas, como así fue enseñado
magistralmente por los padres constituyentes del 77-78. Para
ello, hace falta pensar menos en las elecciones, (creo que
se podrían ir delimitando los tiempos en política para no
profesionalizar lo que es un servicio al bien común), más en
servir a todos y menos al partido de turno.
Es de justicia que los servidores del pueblo se avengan a
consensos en un mundo que ha pasado a ser como una sola
familia y en el cual el legítimo pluralismo ha de quedar
asegurado sobre una base común de conformidad en torno a los
valores esenciales de la convivencia humana que están
presentes en su propia naturaleza. A este fin se exige una
sabia maduración de la clase política, tan deficiente en
esta altura de miras, y se hacen necesarias opciones que
llamen a las cosas por su nombre. A los que practicas actos
de terrorismo: terroristas. A los sucesos eventuales que
alteran el orden regular de las cosas: accidentes. Sin duda,
un recto orden en los lenguajes ayuda a comprenderse mejor.
Han de darse, pues, ambientes y condiciones favorables para
un diálogo sincero. Si las injusticias, desórdenes y engaños
campean a sus anchas, lo que se acondicionará será el
terreno para que se incrementen las situaciones
conflictivas, los desacuerdos, las discrepancias; en suma,
las empecinadas divergencias que ponen en peligro la
concordia.
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