Hace años, hubo un delegado del
Gobierno a quien su cargo político le hizo creerse con
derecho omnímodo a inmiscuirse en la vida de muchas
personas. Esa forma de comportarse, en alguien que aún no
digería muy bien la democracia, empañaba actuaciones suyas
merecedoras de elogios.
Sí, ya sé que nadie es perfecto. Pero aquel hombre se ideó
una forma de controlar a cuantos estaban bajo su mando, que
dejaba mucho que desear. Cierto es que para poner en
práctica su meditada estrategia, necesitó de la ayuda de la
prensa y, concretamente, de algún profesional dispuesto a
colaborar con él.
El profesional, ávido de destacar en una ciudad que le era
desconocida y a la cual llegó por puro azar, vio el cielo
abierto cuando le dijeron que iba a cumplir un papel
relevante a la vera del todopoderoso señor afincado en la
plaza de los Reyes.
Aquel día, cuando el editor le comunicó de qué manera había
sido elegido para una misión tan importante, lo primero que
hizo el periodista fue llamar a su tierra para decirle a su
gente la alta confianza que habían depositado en él. Y todo
porque se había trabajado muy bien su fama de discreto.
Los padres de la criatura, ante tan buena nueva, dieron
rienda suelta a su alegría y pensaron que su niño había
necesitado apenas unos meses para convertirse en alguien tan
destacado y en una ciudad tan compleja como Ceuta. Y hasta
bromearon entre ellos acerca de la parte alícuota que les
correspondía en la inteligencia heredada e indiscutible que
estaba demostrando el chaval.
Parece ser que las relaciones entre el delegado del Gobierno
y el periodista fueron siendo cada vez mayores y acabaron
por convertirse en una práctica diaria. El trabajo del
plumilla consistía en ser receptor de todas las miserias que
desde la Delegación del Gobierno le contaban de miembros
pertenecientes a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad.
Actuaciones erróneas; modos de vida; carácteres;
ineficacias... Y, sobre todo, el periodista se permitía el
lujo de amonestar, bien en la sección de rumores o por medio
de una crítica sin personalizar pero certera como mensaje, a
quienes ya habían sido señalados por el jefe político. Con
lo cual le evitaba a éste tener que enfrentarse cara a cara
con los que no estaban cumpliendo con sus obligaciones. Es
decir, que el periódico servía como elemento de difusión de
acusaciones y amenazas veladas.
A medida que pasaban los días y el invento funcionaba, ambas
partes decidieron que por qué razón no usarlo con todos los
políticos, sin excepción. Y hasta llegaron a la conclusión,
en vista del éxito, que tampoco estaba mal controlar la vida
de ciertos ciudadanos. Ni que decir tiene que el periodista
era invitado cada dos por tres a comer en la casa
gubernamental. Y allí, entre plato y plato, se contaban vida
y milagros de las personas sometidas a vigilancias.
Ante tanta información y halagos, el finchamiento del
profesional de la pluma fue aumentando y llegó a creer que
en la ciudad él era ya tan importante o más que el propio
delegado. Y en vista de ello, el editor del medio, que
disfrutaba de lo lindo con el papel que desempeñaba su
empleado en la vida local, hablaba y hablaba de cómo había
acertado plenamente en situar a su hombre en sitio
preferente: nada más y nada menos que a la derecha del
virrey de la ciudad. Que así lo llamaba él.
Un día, de tanto escupir las partes hacia arriba, los lapos
les cayeron encima. Aquellos polvos, es decir, actuaciones
tan rastreras, han traído estos lodos que ahora parecen
escandalizar incluso a quienes reían abiertamente el daño
que causaban aquellas vilezas. Dejen, quienes lo hacen, de
divulgar rumores, de cizañar, y de causar tanto daño a las
instituciones.
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