La niña lorquiana del bello rostro
ya no puede coger aceitunas, en el poético paisaje, sin que
le pase nada. En cualquier momento, puede ser asaltada por
una nube de capuchas y navajas, capaces de rajarle el verso
del alma y de coserle el cuerpo a estocadas.
Después de muerto tampoco nadie queda a salvo, se ultraja el
verso para que no quede rastro de poesía, o sea de vida.
Quizás eso era lo que pretendían los mozalbetes con la tumba
de Gregorio Ordóñez. Qué distinta estampa, aquellos
sentimientos de Hernández besando hasta los zapatos vacíos,
sentado sobre los muertos, con la mano del corazón.
Lástima que los servidores del bien común, que son
guardianes (o debieran serlo) de la poesía, les falte el
coraje de los poetas; a mi juicio una virtud indispensable
para no dejarse guiar por ideologías partidistas, por grupos
de presión endemoniados que fomentan lo antipoético o por el
deseo del poder para hacerse grande, que no libre como el
verso.
También han tomado posiciones tremebundas las noches de
cristales rotos. Son batallas absurdas que encienden el odio
y la venganza, en este morirse un poco en cada instante o en
este malvivir diario.
Unos avanzan alocadamente mientras otros retroceden
aturdidos. Crecida la desunión, los horizontes asimismo son
distintos y generan discordia. En suma, todos vamos sin
rumbo a ninguna parte, rumbeando la vida como podemos frente
a tantas fuerzas contrarias que la siegan.
No tiene nombre este alboroto de caprichos, que no deja
tranquilo ni a los que están muertos, ni esta angustia que
no cesa de invadirnos por dentro. Me niego a recibir el
espíritu burlón que me deja sin sueños. El burladero esta
repleto de impertinencias. Es una burla, por ejemplo, que
los políticos se entrometan en la justicia y no la dejen
trabajar. O que la educación no sea común en España como
denuncian gentes de historia y de palabra.
Perdido el sentido de pertenencia a un Estado, o enviada la
literatura al destierro, sólo se me ocurre buscar amparo en
el modernismo del hada madrina, en los caballos con alas, en
el humano que, a pesar de los pesares, aún posa sus labios
en los pétalos del amor.
Pablo Neruda pudo escribir los versos más tristes una noche.
Nosotros, de seguir así de repelentes, los escribiremos
cotidianamente con lágrimas. Realmente, es tan corto el amor
y es tan largo el olvido. ¡Qué poco se vive hoy en día del
amor!; ese que se dona sin medida, sin reclamo alguno. Nos
hace falta purificarlo de momentos poéticos. La lírica es
una ocasión propicia, sobre todo para pensar con el alma.
En el camino, una creciente muchedumbre de humanos, sufre.
Un dolor que nos ha de interrogar, cuando menos. ¿De qué
vale la escultura de un cuerpo, si los interiores son tan
fríos que hasta los ojos me congelan el habla? ¿Y qué me
importa tu cariño, entonces, si todo lo que acaricia lo
desgarra? Seguramente si tuviésemos la actitud conciliadora
que defendió Claudio Guillén hacia todo lo que sea
conocimiento y cultura, tendríamos otra altura de miras.
Por argumento, es decir, por cargo de conciencia: no reírnos
jamás de las lágrimas de un indefenso.
Por desgracia: ¿cuántos sucesos nos tronchan el corazón a
diario? No tenemos dedos en la mano para contarlos. Esto
debiera impulsarnos a cambiar nuestros modos de vida y a
corregir modelos de crecimiento que nos distancian. A mi
juicio, el ensayista Ángel Ganivet, puso el acento en la
cuestión al decir que “las verdades de los hombres tienen
que ser como piedras y los cargos que ejercen, como
cántaros: pase lo que pase debe romperse el cántaro”.
Yo también pienso que no se puede permanecer en los altares
del poder de por vida, porque cuando se alarga el tiempo,
todo tiende a corromperse. Se pierde hasta ser dueños de
nosotros mismos. Atmósfera que facilita las cosas a ese
mundo de emperadores sanguinarios.
La legión de lobos, que nos encarcelan de miedo, es un
indicativo de la poca seguridad que tenemos. Así triunfa el
terror que se traga la libertad de la palabra.
Por ese desconsuelo que me corta las alas del verso, viajar
a diario al corazón de los poetas para ponerme en su
escucha, se ha convertido en un afán y desvelo para
servidor. Me gustan los espíritus creadores, los que amasan
la expresión poética de la autenticidad, los que injertan en
sus inimitables poesías, los más sencillos y, a la vez, los
más hondos sentimientos de la existencia humana; una
existencia que nos desborda de lágrimas y que debiéramos
encauzarla, bajo la dimensión poética y lo antes posible,
para no someterse a esclavitudes, muchas veces generadas
desde poderes necios, puesto que lo único que fomentan es el
enfrentamiento de personas contra personas. Estoy convencido
que nos hacen falta poetas de vida, o sea de horizontes
claros, que impulsen la conciencia humana de la sabiduría y
de la voluntad.
Sólo los soñadores del verso, en su estado puro, pueden
convencernos de la prioridad de la ética sobre la técnica,
de la primacía de la belleza humana sobre las cosas, de la
superioridad del espíritu de la estética sobre la materia.
El mundo no podrá seguir mucho tiempo por este camino de
máquinas desconcertadas y desconcertantes. Precisamos volver
a ese caminante esperanzado que hace camino al andar. No hay
que buscar plantas milagrosas que ayuden a morir, hay que ir
al encuentro de la vida. Los poetas, en esto de alentar son
unos campeones.
Rubén Darío puso la esperanza en que ser sincero es ser
potente. Calderón colocó la ilusión en el primer paso de
cada día. Hermann Hesse situó la vida de cada ser humano en
un camino hacia sí mismo, el ensayo de un camino, el boceto
de un sendero… Realmente, la vida no es una ciencia, más
bien creo que es una conciencia, y, en todo caso, un poema
para ser versado. Destrozar su rima es como descuartizar la
existencia humana, estimular a la nada que nada es y que no
cabe en metáfora alguna.
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