Me llama un joven compañero,
letrado en Ceuta y me pide que no hable del éxito abrumador
en Fitur, sino que cuente historietas de la abuela
Cebolleta, para ilustrarse de cómo nos las gastábamos en los
felices y dificultosos años ochenta en el ámbito del
Derecho. O.K. colega, tus deseos de husmear en las viejas
cárceles de la Transición son órdenes para mí y rescataré de
mi laboratorio de ideas a algunas personas, paisajes y
paisanajes, entrañables y, pese al tiempo transcurrido, muy
cercanos. Como mi fiel cliente Bernardo Robles Rodríguez, a
quien hago un sentido homenaje desde estas rácanas líneas,
por su bonhomía de contrabandista de toda la vida ¿Qué dices
compañero? ¿Qué si a la reincidencia sistemática la llamo
bonhomía? Bueno, rectifico, le llamo recalcitrancia
vocacional de aquellos tiempos en los que, un apretón de
manos entre dos hombres, valían mil firmas ante notario.
Corrían otros vientos carceleros. Cuando las prisiones
comenzaban a vislumbrar las sombras grises de los primeros
enganchados de la heroína, pero donde todos estaban
demasiado enzarzados en hacer política bajo el mando de los
temibles presos de la Copel. Cooperativa de Presos en Lucha.
Motines e incendios mensuales y huelgas de hambre impuestas
a toda la población reclusa por cojones, aunque el rollo de
los atracadores y de los de delitos de sangre del primer
grado no fuera con ellos. Ahí, en 1980 conocí a Bernardo,
cuando el delito era salud pública y contrabando y se
castigaba dos veces. Él y su grupo no hacían política sino
que tenían montado un bingo para quitarles los dineros a los
compañeros, porque, en la cárcel, se podía tener dinero y
organizar timbas, ajenos a los incendios y al secuestro de
funcionarios. Por eso a los contrabandistas se les miraba,
porque no se metían en problemas ni eran peligrosos. Cuando
le conseguí la primera libertad me advirtió “Mire usté, yo
voy a seguir con el lío del Montepío, hasta que me haga
viejo, endespués me retiro, porque no quiero morirme en una
carse y que me metan er pincho” Me picó la curiosidad “¿Qué
pincho?” Bernardo se estremeció “¿Es que no lo sabe usté?
Ahí dentro, cuando se muere un hombre, pa comprobá que está
bien muerto y que ya hay que llevárselo, le meten a la
criatura un pincho por el talón p´arriba, un pincho de medio
metro y si no despabila es que se ha muerto der tó. Pero
disen que hasta, muertos, é horroroso y el hombre lo siente.
Y pa pinchá a un muerto hay que tené muncha mardá”. Me quedé
con la historia, que me repitió a los dos años, cuando
volvió a entrar y a salir tras otros pocos de años, para
entrar y salir de nuevo y estando a la espera de otro
juicio, le pescaron en Almería, en pleno reciclaje para
peor, porque esta vez le cogieron con heroína y ya se sabe
lo que decían los presos “Cuando el caballo galopa, no salen
ni cuando toca”.
El Acebuche a los sesenta años resulta duro. Cualquier
cárcel es mala de mayor, pero Almería era fatal. Bernardo me
informó muy juicioso “Mire usté, despué de esta campaña me
retiro…M´he buscáo una ruina y aquí ya no vuervo. A comé
rancho y a salí, que alomejón llego a la comunión de mi
nieta, está usté invitá ar convite”. Pero no llegó. Pasaron
un par de años de periódicas visitas cuando me llamó su
esposa, Mari la Cateta “¡Nuria, Nuria!¡Que m´han llamáo der
Acebuche, que ar Bernardo le degüellaron ayer noche con er
muelle un corchón! ¡Que l´han arrancáo la cabesa como a una
gallina, que doló!”. Fue verdad. Le degollaron de mala
manera y en el Centro nos atendieron muy bien. Pero la
angustia me reconcomía y telefoneé al poco “Oigan, soy la
abogada tal ¿Es verdad que a los muertos les meten ustedes
un pincho por el talón?” Los del Acebuche se enfurecieron y
me dijeron que, los presos eran unos mentirosos y unos
fabuladores. Se me acaba el espacio pero, oigan, me quedó la
inquietud.
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