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OPINIÓN - DOMINGO, 28 DE ENERO DE 2007

 

OPINIÓN / EL OASIS

Los espías
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Confieso que la profesión de espía la tenía yo situada en un lugar preeminente de mi interés. Tal vez por ser la segunda profesión más antigua del mundo y estar muy unida con la primera, según la trama de novelas destacadas que luego fueron llevadas al cine.

La figura de Mata Hari, aquella occidental cuyos movimientos de cadera enloquecían a militares y políticos, durante la I Guerra Mundial, y de la que nos han dicho que luego funcionaba en la cama con las técnicas orientales más sobresalientes, entró bien pronto en mis pensamientos de adolescente.

La soñaba llevándose al huerto a generales de uno y otro bando y a políticos de lenguaje apropiado para hacer el amor o ese otro a quien Carlos V veía como bueno para hablar con los caballos. Y es que, por lo contado, franceses y alemanes iban detrás de ella como mi perro lo hace detrás de Estrella. Una perra labrador del barrio que tampoco es moco de pavo.

En fin, que en cuanto yo me acordaba de Mata Hari la relacionaba inmediatamente con sexo, delaciones y ruina para quienes presumían en su alcoba de estar en posesión de secretos al que sólo tenían accesos hombres poderosos.

Luego, a medida que fui creciendo en edad, me enchufé a todo lo que se escribía sobre el Berlín Oriental, tras construirse el muro de la vergüenza. De ahí que leyera a John Le Carré. Con lo cual no perdí mi interés por el mundo de los espías.

En los últimos ochenta, cuando la caída del muro era un hecho irreversible, nos contaron que los espías, de un lado y del otro, corrían que se las pelaban para no ser detenidos. Y entre ellos, destacaban muchas mujeres que ejercían como secretarias, pero que se dedicaban a largar y a copiar documentos.

Uno, siempre pensando en lo mismo, se imaginaba a espías rubias esplendorosas, de caderas llamativas, cinturas breves y pechos de valquirias, domeñando la voluntad de sus jefes y haciéndoles una higa en cuanto fotografiaban cualquier informe de alto valor político o industrial.

En suma: que los espías aún me fascinaban porque consideraba que se la jugaban a la búsqueda de una información que otorga poder. Y los veía como personas muy preparadas, con cierto porte y distinción y, desde luego, con un coeficiente de inteligencia nada desdeñable.

Y mira usted por dónde, cuando menos lo esperaba, surge la noticia de que un teniente coronel, espía él, ha pegado, quizá, un petardo de mucho cuidado. Y, claro, se me han caído los palos del sombrajo. Así, desde que tuve conocimiento del hecho, no dejo de preguntarme las razones que habrá tenido el militar para espiar lo que dicen que ha espiado y encima haber dejado posibles huellas.

Eso no se hace conmigo, coño. Que uno, por más que presuma de escéptico, todavía estaba muy convencido de que un espía español era alguien tan importante que jamás se hubiera preocupado de husmear en la vida de Juan Luis Aróstegui y de ningún otro sindicalista o representante de cualquier asociación de vecinos.

Por consiguiente, si acaso se demuestra la veracidad de lo aireado en contra del teniente coronel, yo no lo castigaría por su acción sino por haber hurgado en la vida de Aróstegui. Pues con ello ha conseguido que éste se crea tan importante como para estar observado por altas instancias. Y para qué queremos más.

Aunque a mí me da en las pituitarias que el espía lo que ha ido buscando es comprobar si es verdad que Aróstegui ha colocado mucha gente a dedo. Y a ver quién está detrás de la denuncia de la Manzana del Revellín. Y alguien se ha ido de la mui y ha dejado al espía con el culo al aire.
 

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