Confieso que la profesión de espía
la tenía yo situada en un lugar preeminente de mi interés.
Tal vez por ser la segunda profesión más antigua del mundo y
estar muy unida con la primera, según la trama de novelas
destacadas que luego fueron llevadas al cine.
La figura de Mata Hari, aquella occidental cuyos
movimientos de cadera enloquecían a militares y políticos,
durante la I Guerra Mundial, y de la que nos han dicho que
luego funcionaba en la cama con las técnicas orientales más
sobresalientes, entró bien pronto en mis pensamientos de
adolescente.
La soñaba llevándose al huerto a generales de uno y otro
bando y a políticos de lenguaje apropiado para hacer el amor
o ese otro a quien Carlos V veía como bueno para
hablar con los caballos. Y es que, por lo contado, franceses
y alemanes iban detrás de ella como mi perro lo hace detrás
de Estrella. Una perra labrador del barrio que tampoco es
moco de pavo.
En fin, que en cuanto yo me acordaba de Mata Hari la
relacionaba inmediatamente con sexo, delaciones y ruina para
quienes presumían en su alcoba de estar en posesión de
secretos al que sólo tenían accesos hombres poderosos.
Luego, a medida que fui creciendo en edad, me enchufé a todo
lo que se escribía sobre el Berlín Oriental, tras
construirse el muro de la vergüenza. De ahí que leyera a
John Le Carré. Con lo cual no perdí mi interés por el
mundo de los espías.
En los últimos ochenta, cuando la caída del muro era un
hecho irreversible, nos contaron que los espías, de un lado
y del otro, corrían que se las pelaban para no ser
detenidos. Y entre ellos, destacaban muchas mujeres que
ejercían como secretarias, pero que se dedicaban a largar y
a copiar documentos.
Uno, siempre pensando en lo mismo, se imaginaba a espías
rubias esplendorosas, de caderas llamativas, cinturas breves
y pechos de valquirias, domeñando la voluntad de sus jefes y
haciéndoles una higa en cuanto fotografiaban cualquier
informe de alto valor político o industrial.
En suma: que los espías aún me fascinaban porque consideraba
que se la jugaban a la búsqueda de una información que
otorga poder. Y los veía como personas muy preparadas, con
cierto porte y distinción y, desde luego, con un coeficiente
de inteligencia nada desdeñable.
Y mira usted por dónde, cuando menos lo esperaba, surge la
noticia de que un teniente coronel, espía él, ha pegado,
quizá, un petardo de mucho cuidado. Y, claro, se me han
caído los palos del sombrajo. Así, desde que tuve
conocimiento del hecho, no dejo de preguntarme las razones
que habrá tenido el militar para espiar lo que dicen que ha
espiado y encima haber dejado posibles huellas.
Eso no se hace conmigo, coño. Que uno, por más que presuma
de escéptico, todavía estaba muy convencido de que un espía
español era alguien tan importante que jamás se hubiera
preocupado de husmear en la vida de Juan Luis Aróstegui
y de ningún otro sindicalista o representante de cualquier
asociación de vecinos.
Por consiguiente, si acaso se demuestra la veracidad de lo
aireado en contra del teniente coronel, yo no lo castigaría
por su acción sino por haber hurgado en la vida de Aróstegui.
Pues con ello ha conseguido que éste se crea tan importante
como para estar observado por altas instancias. Y para qué
queremos más.
Aunque a mí me da en las pituitarias que el espía lo que ha
ido buscando es comprobar si es verdad que Aróstegui ha
colocado mucha gente a dedo. Y a ver quién está detrás de la
denuncia de la Manzana del Revellín. Y alguien se ha ido de
la mui y ha dejado al espía con el culo al aire.
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