Madrid opina es un programa
emitido por Telemadrid. Es un programa para debatir. Lo
presenta Saenz de Buruaga, cada martes por la noche,
y a él concurren periodistas y políticos que forman parte
destacada de esas dos Españas que se llevan a matar y que
aprovechan cualquier motivo para demostrar que se odian sin
tapujos.
Esa aversión que se tienen, y la defensa a ultranza que
hacen de sus ideas y de sus empresas de la comunicación, son
el mejor atractivo para permanecer frente al televisor.
Mucho más que lo que dicen. Aunque lo que dicen algunos
pueda causar cierta jindama.
Es el caso de Ignacio Villa, columnista de
Libertad Digital y director de informativos de La
Cope. El tal Villa habla como si España echara de menos
el dominio del nacionalcatolicismo. Lo cual no es extraño,
si nos atenemos a lo que meses atrás, dijera Josep María
Soler, Abad de Montserrat: “Es fácil percibir que un
sector de la jerarquía católica tiene nostalgia del
nacionalcatolicismo, sobre todo en ciertos círculos de la
Conferencia Episcopal”.
Ignacio Villa, tras leer Eduardo Sotillo, otro de los
contertulios, una respuesta de Jiménez Losantos a una
pregunta sobre si veía necesario volver a crear una milicia
ciudadana organizada para coadyuvar a la seguridad,
respondiendo que está de acuerdo en darle vida al somatén,
contestó que suscribía las palabras de su compañero en La
Cope.
Ignacio Villa, por lo que le oí, parece ser que vería con
agrado, dado que el gobierno de Rodríguez Zapatero,
según él, ha perdido los papeles, una especie de tiranía.
Más o menos el clásico dictador aupado al poder para que
imponga orden a cualquier precio y luego, conseguido ello,
retirarse para continuar con la democracia. Esa idea de los
griegos en la cual imperaba el poder pero no los abusos.
Todo lo contrario a lo que los españoles, por azares
negativos y otras causas ya manoseadas, vivimos durante casi
cuarenta años.
María Antonia Iglesias, tan conocida por su entrega a
la causa socialista, vomitaba fuego contra Villa; parecía
una tigresa enjaulada aunque dispuesta a destrozar la
yugular de quien ella tildaba de facha. Mientras Saenz de
Buruaga, tan comedido él, trataba por todos los medios de
moderar más que el debate una trifulca de patio de vecinos.
Eduardo Sotillo, con el cuajo que dan los años,
gustaba, al menos a mí, porque llevaba la conversación por
los cauces de la razón, de la reflexión, y desde luego
dejaba claro que la defensa de sus ideas no están reñidas
con el saber estar ante las cámaras.
Casimiro García Abadillo, vicedirector de El Mundo,
que anduvo gran parte del programa conciliador y didáctico,
perdió los papeles en cuanto María Antonia puso a Pedro
J. Ramírez de vuelta y media. En ese momento, Casimiro
entró a matar y le colocó una estocada a la señora Iglesias
en lo alto del hoyo de las agujas. Se limitó a recordarle su
actuación cuando lo del GAL.
Juan Manuel Prada, escritor y columnista de ABC,
escribe mejor que habla. Las cámaras, además, no lo quieren
mucho. Y él tampoco se acaba de definir. No se salvó de la
ira de María Antonia que le llamó jesuita. Carmen
Gurruchaga, periodista, escritora y presentadora de
programas en televisión, también se exaltaba a cada paso con
las maneras de la periodista de El País y parecía sentirse
muy a gusto con las ideas de Villa. Jesús Maraña,
director de la revista Tiempo, hizo uso de la moderación. Y
Torre, otro escritor, estuvo como siempre: defensor de
la izquierda.
Las dos Españas se tiran al degüello. Lo cual es una verdad
indiscutible. Ojalá que tanta agresividad encuentre su
desfogue en las tribunas. Y sólo en ellas.
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