Orgullosos de su valor para
escribir la verdad, contentos de haberla descubierto,
cansados sin duda de los esfuerzos que supone el hacerla
operante, algunos esperan impacientes que sus lectores la
disciernan. De ahí que les parezca vano proceder con astucia
para difundir la verdad. Confucio alteró el texto de un
viejo almanaque popular cambiando algunas palabras: En el
pasaje donde se hablaba de la muerte del tirano Sundso,
«muerto en un atentado», reemplazó la palabra «muerto» por
«ejecutado», abriendo la vía a una nueva concepción de la
historia. El que en la actualidad reemplaza «pueblo» por
«población», y «tierra» por «propiedad rural», se niega ya a
acreditar algunas mentiras, privando a algunas palabras de
su magia. La palabra «pueblo» implica una unidad fundada en
intereses comunes; sólo habría que emplearla en plural,
puesto que únicamente existen «intereses comunes» entre
varios pueblos.
La «población» de una misma región tiene intereses diversos
e incluso antagónicos. Esta verdad no debe ser olvidada. Del
mismo modo, el que dice «la tierra», personificando sus
encantos, extasiándose ante su perfume y su colorido,
favorece las mentiras de la clase dominante. Al fin y al
cabo, ¡qué importa la fecundidad de la tierra, el amor del
hombre por ella y su infatigable ardor al trabajarla!: lo
que importa es el precio del trigo y el precio del trabajo.
El que saca provecho de la tierra no es nunca el que recoge
el trigo, y «el gesto augusto del sembrador» no se cotiza en
Bolsa.
El término justo es «propiedad rural». Cuando reina la
opresión, no hablemos de «disciplina», sino de «sumisión»
pues la disciplina excluye la existencia de una clase
dominante. Del mismo modo, el vocablo «dignidad» vale más
que la palabra «honor», pues tiene más en cuenta al hombre.
Todos sabemos qué clase de gente se precipita para tener la
ventaja de defender el «honor» de un pueblo, y con qué
liberalidad los ricos distribuyen el «honor» a los que
trabajan para enriquecerlos. Hay una infinidad de astucias
posibles para engañar a un Estado receloso.
Voltaire luchó contra las supersticiones religiosas de su
tiempo escribiendo la historia galante de «La Doncella de
Orleans»: describiendo en un bello estilo aventuras galantes
sacadas de la vida de los grandes. Voltaire llevó a éstos a
abandonar la religión (que hasta entonces tenían por caución
de su vida disoluta). De repente se hicieron los
propagadores celosos de las obras de Voltaire y
ridiculizaron a la policía que defendía sus privilegios. La
actitud de los grandes permitió la difusión ilícita de las
ideas del escritor entre el público burgués, hacia el que
precisamente apuntaba Voltaire.
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