Parece que la conciencia
instintiva, aquello que lo único que hace es reafirmarnos la
autoridad de la ley natural, también nos la quieren dirigir
ciertos poderes políticos. Ya me dirán con qué ejemplo,
puesto que la corrupción y el soborno han tomado demasiado
cuerpo en esta clase ciudadana. En las filas políticas, por
desgracia, algunos apestan y, lo que es peor, contaminan.
Han hecho un daño enorme a un noble servicio de auténtica
vocación. Bajo este traficado panorama cuesta entender que
se puedan dar lecciones de ética a nadie, a no ser que se
pretenda formar el imperio de los putrefactos de acuerdo con
el injusto juicio del tanto tienes, tanto vales. La cultura
del pelotazo se puso de moda y de qué manera, hasta el punto
que hoy ser rico en España es sinónimo de ladrillo. Lo
inmoral es que se han dado derechos de edificación
tragándose todo tipo de leyes, incluida la del sentido
común, a cambio de untar al político de turno, con poder en
plaza, mediante buenas raciones de euros. Ya me dirán, pues,
qué legitimidad puede tener este poder político, ansioso por
adoctrinarnos, sino es capaz de poner orden donde existe el
caos, ni pureza donde cohabita la peste.
Dejarnos tomar la conciencia por un poder político, cuya
estructura interna y funcionamiento todavía dista mucho de
ser auténticamente democrático; considero que, cuando menos,
puede llegar a ser un peligroso cáncer social para la
convivencia. Pienso que lo que debería asentar cualquier
poder es una buena disposición a ponerse al servicio de esa
conciencia ética, sin máximos ni mínimos, dando el todo por
la verdad, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por
cualquier viento de doctrina según el gobierno del político
de turno, no permitiendo bajo ningún concepto otra
desviación, que no sea la ejemplar libertad y justicia,
amparada desde un Estado social y de derecho. Quizás para
ello, haya que tener conciencia de que la conciencia existe
o debe existir, tanto para las instituciones como para las
personas. Lo nefasto es que en política suele hacer carrera
quien sigue la corriente aunque manchen sus manos, nunca
quien va a contracorriente ayudando a los que nadie quiere
oír aunque tenga las manos limpias.
Llegar a ese mínimo o máximo ético constitucional significa
poner en orden el mundo de los laberintos que genera la
diversidad de sistemas morales, la confusión de la libertad
humana, la maraña de los valores, el problema del fin y los
medios, o el mismo enredo de la obligación moral ¿Cómo va a
interpretarlos el poder político? ¿Qué sentido va a
reconocerles? Lo más loable sería que esas normas éticas que
por conciencia nos vienen de dentro, no fueran entorpecidas
por la moral “constitucional” que nos quieren imponer. De
entrada, las imposiciones nunca han sido buenas consejeras.
La mejor propuesta radica siempre en el equilibrio, si
queremos que además confluya en una normalidad de derecho
del viviente, en base a una moral racional, universalizable
para un mundo globalizado y, en consecuencia, transcultural
para unas gentes diversas.
Por otra parte, una visión verdaderamente democrática de la
ética constitucional obliga a los poderes, incluido el poder
político, a respetar la libertad ideológica, religiosa y de
culto de los individuos y las comunidades sin más
limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el
mantenimiento del orden público protegido por la ley.
Subsiguientemente, no sería ético que gobernante alguno
sometiese nuestra conciencia a su criterio moral alegando
una educación para la ciudadanía, obviando relaciones de
cooperación constitucional impresas en la carta magna.
Teniendo en cuenta que la conciencia es un libro leído,
emborronarlo de moralidades políticas tiene poco sentido. Lo
único que tiene verdadero fundamento en política es trabajar
por la igualdad de los ciudadanos y todo lo que eso conlleva
de reconocimientos y garantías.
Decir que si la religión es incapaz de unirnos en el
entendimiento y de levantar fronteras, el poder político
gubernamental ha de actuar mentalizando a las nuevas
generaciones con otras moralidades políticas para consolidar
y perpetuar la vigencia del propio régimen constitucional y
la convivencia de todos, creo que es de una altanería más
propia del ordeno y mando que de una mentalidad liberal.
Oiga que la moral no es una jaula ni una prisión que quita
la libertad. O quizás su ética a mi no me interese. La
libertad moral es la única libertad que es como el aire, se
precisa para vivir y uno elige la vida que quiere vivir.
Está visto que los mayores destructores de la moral no son
aquellos que la desoyen, sino los que la embadurnan con
picarescas.
En todo caso, la ética constitucional debe partir de que la
política ha de ser desinteresada. No debiera ser un medio de
vida y, aún menos, un medio para adoctrinar. Para eso, ya
tenemos las confesiones religiosas. No cabe otro uso del
poder político que el de la autoafirmación de que otro mundo
más habitable es posible. A partir de esta conciencia, manos
a la obra para que circulen las ideas sin dejar a un lado
vencedores y al otro vencidos. Entonces, habremos logrado
cultivar una verdadera ética, fruto de un desarrollo
sostenido bajo una conciencia saludable, la de la libertad.
Lo que un día Felipe González dijo: “Que al gobernar aprendí
a pasar de la ética de los principios a la ética de las
responsabilidades”; me parece una buena lección para
reinventar el arte de la política en este mundo palmeado
moralmente por golfos y mediocres. Sálvese el que pueda o le
dejen.
|