Recuerdo haberle leído a
Francisco Umbral, hace ya mucho tiempo, que él
estaba en deuda con Mariano Rajoy porque un
día trató a éste con desconsideración. Y a partir de ese
reconocimiento, el escritor de Los placeres y los días, puso
su magistral pluma al servicio de la causa de un político en
quien José María Aznar había depositado toda su
confianza.
Desde entonces, FU nos fue diciendo que MR era el no va más
de la política española. El número uno. Una alegría y un
lujo para una España donde los políticos tiraban más bien a
vulgares y muchos procedían zafiamente. Veía el enorme
columnista de El Mundo, otra vez en la brecha, en MR al
clásico político de la escuela británica con cuajo
suficiente para darles sopas con honda a una mayoría de
politicastros que ha convertido España en una corrala donde
las grescas se suceden por nada y menos.
A medida que leía tales loas de Umbral a Rajoy, tan certeras
en imágenes y adjetivos, empecé a prestarle atención a un
personaje que hasta ese momento no había despertado en mí
interés suficiente. Reconozco que fue entonces cuando
comencé a oír sus discursos y a seguir con suma curiosidad
todas sus actuaciones.
Con lo cual fui descubriendo, más vale tarde que nunca, que
la persona elegida a dedo por Aznar para convertirse en su
sucesor, gozaba del don de la palabra y manejaba la burla
fina a su antojo. Era, sin duda, el pontevedrés un gran
parlamentario y un tipo con calma y flema suficientes para
llamar la atención; no ya de Umbral sino de cualquiera que
disfrute con orantes espléndidos, ricos de gestos y de
matices.
Pues bien, entregado de lleno a observar detenidamente al
candidato popular, principié a darme cuenta de que éste
carecía de regularidad. Alternaba actuaciones
extraordinarias con otras donde daba la impresión de poder
quedarse dormido en el estrado. Transmitía una especie de
modorra que me hacía bostezar. Y una duda se apoderó de mí y
me hizo preguntarme: ¿Tendrá Rajoy problemas de falta de
sueño o serán las malas digestiones las que lo llevan a
pegar petardos cuando le toca parlamentar por las tardes?
Y sumido en esa duda, llega un día Rajoy a Ceuta y me entero
de que el hombre tiene algo más que un buen saque en la
mesa; es decir, que es de los que se ponen a comer y no
quieren parar nunca. No me extrañó, por tanto, que las
patatas con chocos que le sirvieron en el Tryp lo dejaran
exhausto y dominado por una especie de duermevela fatigosa.
Y, claro, a la hora del chamulle el gallego dejó en ridículo
a Umbral y me descorazonó a mí.
Eso sí: en vista de que no soy muy dado a arrojar la toalla
a las primeras de cambio, bien pronto tuve la oportunidad de
comprobar que cuando el jefe de la oposición se lo toma en
serio, y deja a un lado su pereza y domina su conocida
voracidad en la mesa, cuaja actuaciones magníficas.
La que mejor le recuerdo a Rajoy sucedió en febrero del
2005, cuando el Lendakari Ibarreche llegó a Madrid
engallado y dispuesto a imponer sus ideas y amenazando con
romper las reglas del juego si se le decía no a su plan
independentista. Ese día en el cual se emplazó el vasco en
el centro del hemiciclo y olvidó que una nación es un cuerpo
de asociados que viven bajo una ley común y están
representados por la misma legislatura. Menos mal que se
encontró con lo que no esperaba: un Mariano Rajoy en su
plenitud parlamentaria. Y caí en la cuenta de que ese era el
hombre del cual nos hablaba Umbral.
Cuando escribo es lunes y aún no ha intervenido el jefe de
la oposición en el Congreso. Espero, pues, que su
intervención no se desgracie por una mala digestión. Aunque
los heliogábalos suelen ser incorregibles.
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