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OPINIÓN - MARTES, 16 DE ENERO DE 2007

 

OPINIÓN / EL OASIS

Mariano Rajoy
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Recuerdo haberle leído a Francisco Umbral, hace ya mucho tiempo, que él estaba en deuda con Mariano Rajoy porque un día trató a éste con desconsideración. Y a partir de ese reconocimiento, el escritor de Los placeres y los días, puso su magistral pluma al servicio de la causa de un político en quien José María Aznar había depositado toda su confianza.

Desde entonces, FU nos fue diciendo que MR era el no va más de la política española. El número uno. Una alegría y un lujo para una España donde los políticos tiraban más bien a vulgares y muchos procedían zafiamente. Veía el enorme columnista de El Mundo, otra vez en la brecha, en MR al clásico político de la escuela británica con cuajo suficiente para darles sopas con honda a una mayoría de politicastros que ha convertido España en una corrala donde las grescas se suceden por nada y menos.

A medida que leía tales loas de Umbral a Rajoy, tan certeras en imágenes y adjetivos, empecé a prestarle atención a un personaje que hasta ese momento no había despertado en mí interés suficiente. Reconozco que fue entonces cuando comencé a oír sus discursos y a seguir con suma curiosidad todas sus actuaciones.

Con lo cual fui descubriendo, más vale tarde que nunca, que la persona elegida a dedo por Aznar para convertirse en su sucesor, gozaba del don de la palabra y manejaba la burla fina a su antojo. Era, sin duda, el pontevedrés un gran parlamentario y un tipo con calma y flema suficientes para llamar la atención; no ya de Umbral sino de cualquiera que disfrute con orantes espléndidos, ricos de gestos y de matices.

Pues bien, entregado de lleno a observar detenidamente al candidato popular, principié a darme cuenta de que éste carecía de regularidad. Alternaba actuaciones extraordinarias con otras donde daba la impresión de poder quedarse dormido en el estrado. Transmitía una especie de modorra que me hacía bostezar. Y una duda se apoderó de mí y me hizo preguntarme: ¿Tendrá Rajoy problemas de falta de sueño o serán las malas digestiones las que lo llevan a pegar petardos cuando le toca parlamentar por las tardes?

Y sumido en esa duda, llega un día Rajoy a Ceuta y me entero de que el hombre tiene algo más que un buen saque en la mesa; es decir, que es de los que se ponen a comer y no quieren parar nunca. No me extrañó, por tanto, que las patatas con chocos que le sirvieron en el Tryp lo dejaran exhausto y dominado por una especie de duermevela fatigosa. Y, claro, a la hora del chamulle el gallego dejó en ridículo a Umbral y me descorazonó a mí.

Eso sí: en vista de que no soy muy dado a arrojar la toalla a las primeras de cambio, bien pronto tuve la oportunidad de comprobar que cuando el jefe de la oposición se lo toma en serio, y deja a un lado su pereza y domina su conocida voracidad en la mesa, cuaja actuaciones magníficas.

La que mejor le recuerdo a Rajoy sucedió en febrero del 2005, cuando el Lendakari Ibarreche llegó a Madrid engallado y dispuesto a imponer sus ideas y amenazando con romper las reglas del juego si se le decía no a su plan independentista. Ese día en el cual se emplazó el vasco en el centro del hemiciclo y olvidó que una nación es un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y están representados por la misma legislatura. Menos mal que se encontró con lo que no esperaba: un Mariano Rajoy en su plenitud parlamentaria. Y caí en la cuenta de que ese era el hombre del cual nos hablaba Umbral.

Cuando escribo es lunes y aún no ha intervenido el jefe de la oposición en el Congreso. Espero, pues, que su intervención no se desgracie por una mala digestión. Aunque los heliogábalos suelen ser incorregibles.
 

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