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OPINIÓN - LUNES, 15 DE ENERO DE 2007

 
OPINIÓN / EDITORIAL

Mirando a la calle

En el solaz dominical, metidos los medios de comunicación en el devenir gimnástico de los equipos balompédicos (cuando no en otros deportes menos mediáticos), la realidad ha saltado; un órdago a la cara de los que parecen moverse bien en la batalla. Las imágenes no han dejado ‘verbo con cabeza’, cualquiera que no devenga de lo visto el cansancio que la ciudadanía tiene ante el enfrentamiento es, sencillamente, que quiere seguirse enfrentando.

Cientos de miles de personas: hombres, mujeres y niños (inclusive) paseando por las calles para decir que no quieren más violencia, pero de ningún tipo. Son los mismos que no querían la guerra porque habían heredado un complejo de víctimas que a algunos gusta alimentar. Esos que están hartos de que la contienda se traslade a los escaños de aquel hemiciclo que soñaron para ser oídos por los que ‘mandan’. Los mismos que no entieden cómo se puede hacer del fracaso un campo de batalla político. Vagabundos de un mundo que no les quiere dejar disfrutar de la tranquilidad, por mor de parlanchines de medio pelo que aprovechan el mal para prometer parabienes.

Los campos de fútbol estaban ayer ya en la notable lucha deportiva, aglutinando miradas de una buena parte de aquellos consumidores de los medios; los mismos que se sentaban (en los lugares más fríos) en los periódicos cuya portada rezumaba aún el grito de un gentío que ha vuelto a salir a la calle para acallar las voces de los que no se quieren encontrar.

Difícil tarea la de los beligerantes, especialmente cuando miren las imágenes de aquellos que quieren la paz, y que no se han dejado manipular con la heterodoxia, la retaila del verbo fácil que sólo busca el interés propio, cansino y a la vez deleznable del ojo de mal agüero.

No obstante, la salud democrática del país no parece tan marchita como se pronosticaba. La gente, esa sin rostro ni intereses electorales, ha salido a la calle para expresar lo que siente. Buena nota debe hacerse de este grandioso hecho que demuestra que, al final, no se desean esos extremos que demuestran que se tocan.
 

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