Empiezo a dudar que la sociedad
conceda gran importancia a la educación y que los planes
educativos fomenten valores. Aún los padres no tienen
derecho a escoger el tipo de educación que habrá de darse a
sus hijos. ¿Por qué ese miedo a respetar la libertad? Mucho
me temo que las nuevas generaciones tengan capacidad de
discernimiento suficiente cuando su formación prescinde de
la dimensión religiosa y moral que es lo que verdaderamente
aporta sentido a la vida. Tan fundamental es el crecimiento
humano como el espiritual, el saber orientarse hacia el bien
que no es otro que el valor positivo de la vida.
No entiendo el afán del Estado por imponer el derecho a
enseñar según unas determinadas directrices, cuando eso es
labor y responsabilidad de los padres. Sobre todo, la
libertad moral no debe ser un privilegio de algunos sino una
liberación como derecho de todos. Tampoco es un privilegio
que la Iglesia Católica enseñe su doctrina en las escuelas,
son los padres quienes piden que sus hijos reciban una
formación u otra. Y es cuando, el Estado tiene la obligación
de que se garantice lo que los padres solicitan. Esa es la
libertad que hay que proteger y no la coacción. La opresión
ciega el respeto a las diferencias y difícilmente, bajo este
caos donde la familia dice A y la escuela dice B, podremos
encauzar un desarrollo que aprecie el valor positivo de la
vida y de toda persona.
Hay que poner la educación a remojo de la libertad. No más
leyes que me quiten la autoridad de madre o padre. Si más
consensos de caminar juntos, cada cual con su competencia, y
más diálogos sanos, limpios de partidismos, entre Familias,
Estado e Iglesias. Si una buena educación es la mayor
riqueza y el principal recurso de un país y de sus
ciudadanos, gastémonos en propiciar el pacto y que reine la
armonía. La violencia generada en las escuelas es fruto de
una educación simplista, que olvida transmitir el respeto,
la dignidad, la bondad, el perdón, el amor a los demás, el
saber compartir, el amor al trabajo, el sacrificio
desinteresado, la justicia, la honestidad... Todo ello es un
trabajo educativo de mucho tesón y de mucha profundidad. Más
difícil que conseguir un genio. Ser bueno no es tan simple.
Para ser humano, que no tonto, la escuela, al unísono con la
familia, ha de impartir también principios y valores que hoy
apenas se valoran, y lo que es peor, ni se motivan.
Para lograr que todos los ciudadanos reciban una educación y
una formación de calidad, sin que ese bien quede limitado
solamente a algunas personas o sectores sociales, que, por
cierto, ya empieza a ser una realidad a través de la
enseñanza de pago, resulta acuciante poner orden
constitucional, que es tanto como decir libertad de
enseñanza y garantías al derecho que asiste a los padres en
la educación. Y en esto, es justo reconocerlo, la formación
religiosa católica aporta desde Jesucristo, razones para
vivir, razones para amar y razones para convivir. Para los
tiempos venideros nos va hacer falta esta visión de la vida,
de las relaciones con los demás, por encima de otras
actitudes cognoscitivas; sabidurías que no sirven para
entendernos que, al fin y al cabo, es de lo que se trata.
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