Atorado: dícese de un torero
cuando está cansado física y mentalmente por haber actuado
en un gran número de corridas. Y, claro, comienza a pegar
petardos y los públicos se encabronan y raro es el día donde
las broncas y el flamear de pañuelos no le acompañen en sus
tardes de rotundos fracasos.
Es entonces cuando el matador, otrora triunfante con su
estilo, ajustado o no a las más estrictas reglas del toreo,
debe plantearse si continuar haciendo el paseíllo o tomarse
un descanso e incluso pensar en la retirada hasta conseguir
recuperar la lucidez. De lo contrario, arrastará su nombre
por todas las plazas que antes reconocían sus méritos.
Esa situación taurina, trasladada al fútbol, podría
aplicársele en estos momentos a Fabio Capello. Quien
lleva ya tiempo demostrando que sentarse en el banquillo
para él se ha convertido en una rutina. En un cometido que
puede afrontar sólo con su experiencia de romano curtido en
mil batallas y saturado de títulos y dineros.
Yo veo a un Cappelo hastiado de cuanto acontece a su
alrededor y lleva ya tiempo emitiendo señales palmarias de
haber perdido el rumbo. Está sacando a relucir la misma
actitud que hace poco tiempo veíamos en Irureta: otro
técnico que había perdido el oremus en el Betis y que cuando
debía responder a las carencias del equipo o a los errores
existentes, se iba por los cerros de Ubeda. Es decir, se
ponía a explicar sus triunfos pasados y la grandeza de su
historial.
Los petardos que viene pegando el Madrid son para que sus
dirigentes tomen decisiones cuanto antes y nunca para
dejarse llevar por lo que digan unos futbolistas que, tras
actuaciones deshonrosas, se reúnen y notifican propósitos de
la enmienda. Una mentira que ya no cuela.
La mentira de los jugadores madridistas data de hace ya
varias temporadas y fue motivo muy principal para que muchos
pensaramos en Capello: hombre que podía poner fin a ese
desmadre de equipo en el cual se pagan millones a tipos
ociosos y prestos siempre a imponer sus normas por encima
del bien del club.
Por tanto, la llegada de FC a la casa de la Troya, que es
realmente la casa madridista, despertó ilusiones en cuanto a
que el italiano impondría orden, disciplina, trabajo y
practicidad a una patulea necesitada de un jefe con agallas.
De alguien capaz también de hacer un conjunto fuerte,
correoso y donde cada misión concreta repercutiera en
beneficio del bloque.
Y a fe que en los primeros momentos de la temporada creímos
que todo iba según lo previsto. No importaba, en absoluto,
que los exquisitos de la prensa insistieran en reclamar
fútbol tipo ballet y jugadores adecuados a esa gollería.
Porque la mayoría estaba con el entrenador. Pero éste, que
ya había firmado su contrato con trágala, aceptando como
portero a uno de los peores, si no el peor, del fútbol
llamado de las estrellas, se acojonó bien pronto ante las
críticas de los periodistas y entró en una fase de
veleidades impropias de su tan cacareado valor ante las
imposiciones. Lo último ha sido dar el visto bueno a los
fichajes de invierno.
Colocó a Guti en sitio y en zona del campo donde su cometido
hace daño a los defensores. Comenzó a perder la confianza en
Diarra y aprovechó el desliz de éste ante las cámaras para
sacrificarlo. Y a partir de ahí se ha ido contradiciendo a
pasos agigantados. Hasta el punto de que mucho me temo que
haya entrado en una fase desconcertante y peligrosa a la
hora de hacer las alineaciones y, sobre todo, de acertar con
el sistema. Lo ocurrido en Riazor es, sin duda, fiel reflejo
de que Fabio Capello padece la enfermedad taurina: está
atorado de verdad y pidiendo un descanso a gritos.
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