Allahu akbar es el grito. Y un segundo después
todo estalla a su alrededor. Allahu akbar ("Alá es
grande. Recemos por él"), grita el hombre bomba. Aprieta el
cargador. Y acto seguido, el mundo que lo rodea arde y se
vuelve infierno. Aunque a él lo espere el paraíso.
Bayt al ridwan se llama, según el Corán, ese lugar
que el cielo musulmán le reserva a sus mártires. Por lo
general, jóvenes de bajo perfil con una vida aparentemente
normal hasta el día después del atentado. El día en el que
su propia familia descubrió que el hijo, el nieto, el
sobrino se convirtió en leyenda entre sus propios vecinos y
para todo el pueblo palestino. Que su rostro aparece
repentinamente en pósters decorando la habitación de los
adolescentes. Que los jóvenes escriben su nombre en las
paredes. Que un calendario lo mostrará como el mártir
del mes. Nadie hablará de suicidio: el Corán lo castiga.
Solo de explosión sagrada.
Luego, la organización que lo reclutó golpeará las puertas
de la casa. En un sobre, una indemnización que va de los
300 a los 500 dólares. Después, habrá otras donaciones,
como las que hace el Comité saudí para la ayuda del Al Quds-Intifada
(Ver Apoyo de...). De hecho, el 5 de febrero pasado
el Comité anunció que había donado un millón de dólares
para "200 familias de mártires".
Los suicidas nunca tienen menos de 18 años ni más de 38.
Pueden ser hombres o mujeres, pero son seleccionados de
manera rigurosa: no deben ser el principal sostén de la
familia. Si los candidatos para el máximo acto de la
Jihad (Guerra Santa) son dos hermanos, sólo uno de ellos
será seleccionado. Sus características físicas le deben
permitir camuflarse sin convenientes entre los israelíes
para no levantar sospechas, minutos antes del ataque.
A partir de entonces, vienen meses, a veces años, de un duro
y silencioso entrenamiento en el que la religión juega un
rol fundamental. Ahuyenta los fantasmas terrenales. Da
garantías de un lugar junto al Profeta. Es la llave para
vencer el miedo de quienes hasta allí tuvieron, por lo
general, poco contacto con actos de violencia. El candidato
integrará una célula cerrada, secreta, que lleva un nombre
tomado del Corán. Allí dedicará entre dos y cuatro horas
diarias a la lectura del libro sagrado. Nasra Hassan es un
periodista paquistaní que estuvo más de cinco años
investigando el tema. Entrevistó a dirigentes de Hamas, a
familiares de kamikazes palestinos e incluso a terroristas
que no lograron concretar su atentado. Resumió su
investigación en el libro "Un arsenal de creyentes",
que todavía no fue traducido al español. Cuenta Hassan:
"Ninguno de los hombres bomba tenía el típico perfil de una
personalidad suicida. Ninguno de ellos era de baja
educación. Tampoco eran muy pobres, limitados
intelectualmente ni depresivos. Todos eran muy correctos y
serios y en sus comunidades los consideraban unos jóvenes
modelo". Hassan aporta también datos concretos sobre los
orígenes de los atentados suicidas: el primero ocurrió en
abril de 1993, en los territorios ocupados de Cisjordania.
Entre ese año y 1998 explotaron en Oriente Medio 37
hombres bomba. Pero desde la irrupción de la segunda
Intifada, en setiembre de 2000, hasta el atentado del
miércoles contra un autobús en el norte de Israel, las
acciones se multiplicaron de manera geométrica: en menos
de dos años, 45 kamikazes ya provocaron la muerte de más de
cuatrocientos israelíes y un millar de heridos. Sólo desde
el 7 de mayo pasado hubo un ataque por semana.
Diecisiete en lo que va de este año. El ciclo de violencia
no se detiene: los ataques suicidas provocan represalias
inmediatas del lado israelí que, a su vez, generan nuevos
atentados y otra vez nuevas represalias y nuevos
atentados. Los hombre bomba están surtiendo el efecto
deseado por su inspirador, el estudiante de ingeniería Yahya
Ayyash —asesinado por tropas israelíes en 1996—, que le
propuso a Hamas adoptar esta metodología de ataque: una
fórmula que combina destrucción, terror y bajos costos.
Un ataque suicida —además, claro está, del voluntario—
apenas requiere de un par de baterías, cables, mercurio,
acetona, clavos y pólvora. No más de 150 dólares. Una
semana antes del atentado, dos "instructores" vigilan al
kamikaze. Si muestra signos de dudas un entrenador
"veterano" se suma como refuerzo. Entonces, ya todo está
listo y empieza la cuenta regresiva: el día anterior el
hombre bomba preparará su testamento escrito y en videos,
que luego se difundirá públicamente. Allí, invitará a otros
jóvenes a seguir su ejemplo. Después, lo conocido: más
oraciones, abluciones en la mezquita, el Corán oculto en un
bolsillo y el grito fatal, antes de la pólvora y la muerte,
que termina mezclando su sangre con "sangre enemiga": sangre
de chicos, de ancianos, de inocentes. Un infierno imposible
de imaginar desde ningún paraíso.
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