La ilusión es una estrategia de la
vida que usan los ignorantes para sobrevivir y seguir
queriendo que el camino de la felicidad se extienda en el
llano de su propia vida, sabiendo -incluso- que de las pocas
cosas que hay irrecuperables es la propia ignorancia. La
mayoría tiende a aplicar el vocablo ‘ignorancia’ a una
persona de modo peyorativo; pero si se hiciese reflexionar
al interlocutor, y caer en su niñez o en la niñez inmediata
de cualquier infante que le rodea, seguramente el carácter
‘negativo’ de la referida ignorancia se tornaría en
añoranza, en un olor o visión o registro de un pasado
perdido y solicitado en los tiempos difíciles.
Suplimos aquellos recuerdos por los de otros, quizás
nuestros hijos, y permitimos así (bienvenida sea la
nostalgia) el acueducto que nos lleva a la ilusión, una
desazón controlada año a año para permitirnos -obligarnos,
si acaso- a ser mejores, más solidarios. El advenimiento de
los Reyes Magos (fundamentalmente en terreno patrio), nos
devuelve a aquellos espacios que reclamábamos a una libertad
consentida de la que nunca más gozamos.
Los Reyes de Oriente, los únicos que legitiman el deseo y la
pasión que nos permite perdernos en el camino de aquella
nostalgia, deberían, también, hacernos reflexionar sobre la
bajeza de los niveles que aporta la realidad. Sobre aquellos
que no tienen caminos ni canales para que a ellos lleguen y
certifique un mínimo de esperanza; principalmente esos niños
abocados a la tristeza del desamparo. Los Reyes de Oriente,
los Magos, tienen que servirnos de interlocutores válidos
con la pobreza para ser más conscientes de ella y volcarnos
en su erradicación. De otra manera, nuestros deseos no son
más que mera parafernalia que sirve para tapar la tristeza
ególatra y cruel de los que nos satisfacemos con la
opulencia del mal llamado Primer Mundo.
Hay motivo para la felicidad en la llegada de los Reyes
Magos (mágicos), pero también para una reflexión que nos
permita disfrutarlos con todo el mundo (rara e implacable
frase esa de: todo el mundo).
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