Ayer, de mañana, oí la noticia del
hallazgo del cuerpo del ecuatoriano. “Restos mortales”
llaman a los cadáveres con buen criterio e imbuidos en la
moral monoteísta, esa moral nada nihilista que nos hace
reaccionar con horror e incredulidad ante el espectáculo de
la muerte violenta, insensata y estéril. Y más aún ante las
vidas sesgadas por el cáncer del terrorismo y sus metástasis
asquerosas con nombres de presuntas formaciones políticas.
El ecuatoriano estaba dormido dentro de su vehículo, fritita
la criatura y arropado con una manta para sortear la gelidez
de las noches y los amaneceres madrileños. Y se le
derrumbaron encima toneladas de cemento del parking de la
Terminal IV. Si el buen Dios fue compasivo perecería en el
acto, como un salto fugaz hasta la luz previo vistazo
enamorado a su madre que le esperaba en Ecuador. Si tuvo
mala suerte agonizaría asfixiado en la más cruel de las
muertes. Los bomberos encontraron el coche y después la
manta y bajo ella al hombre y un caudal de sueños y
proyectos rotos. Lo sé de primera mano porque he tenido
ocasión de conocer en Madrid a mucha buena gente ecuatoriana
que viene a trabajar a la Madre Patria que es como nos
llaman. Porque sienten a España madre paridora de su idioma,
que es el nuestro, de su religión, que compartimos y de su
historia que contribuimos a forjar. No llegan a tierra
extraña sino a una Mater Universal que les da amparo y
cobijo, donde no se tienen que integrar, porque ya están
integrados desde la cuna, donde no se tienen que enfrentar a
otros valores, pues los mismos que ellos hemos nosotros
mamado y donde no nos diferencia más que el acento, seco el
castellano madrileño, con gran prolijidad de eses, de caña
de azúcar y melaza el de ellos que hablan como los canarios
que es hablar como los gaditanos y las gentes de Huelva pero
más al sur y con melodías guanches.
Hablan bonito los de Ecuador y andan enamorados de su
Patrona, una Virgen que creo que es la del Cisne y que
procesionan con solemnidad y fervor, fotocopiando nuestras
romerías y Semanas Santas, porque las raíces marianas son
idénticas. Raíces como las de los ficus centenarios que
abarcaran ambos lados del Océano, allá la Virgen de
Guadalupe mexicana, aquí la Guadalupe vencedora de mil
batallas en su monasterio extremeño, Macarena, Esperanza,
Soledad, del Cisne, Estrella de los Mares, cien
denominaciones para mimar a la mujer judía que ha enamorado
a los más grandes maestros, esa a la que le asesinaron un
hijo de treinta y tres años. Y apuesten algo a que, el
ecuatoriano, primo hermano nuestro, pasó del calor de la
manta al calor del regazo de la Madre, de la explosión a la
luz, del rostro de su madre ecuatoriana a la sonrisa del
Hacedor. Para todos nosotros, los monoteístas, la muerte es
vida y encuentro, evolución y fulgor, lugar de amores donde
jamás agonizan los sentires. No hay en la muerte pena, ni
frío, ni cansancio, ni hambre, ni miedo.
Eso es en la vida. Se lloran, eso sí, los recuerdos ¡que me
lo digan a mí con mi hijo mayor Gabriel Pineda que partió
hace este mes cinco años! Se pena la ausencia y en mi caso
la injusticia de sobrevivirle contra toda ley natural. Pero
la muerte es manta que da cobijo y calor, como cobijó en
vida al ecuatoriano de Barajas la manta polvorienta de
cemento que han rescatado. No seré pretenciosa deseándole
que descanse en paz, porque en la paz de Dios está.
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