Los franceses siempre han mirado a
los españoles por encima del hombro. Y en más de una ocasión
han tratado de someternos a la tiranía de su chovinismo. Los
desencuentros con los franchutes han sido muchos.
El siglo XIX, para no irme muy atrás, es fiel reflejo de
cómo se las gastaban con nosotros. Cuando se las daban de
aliados, debido al pacto de San Ildefonso, nos buscaron la
ruina en la Batalla de Trafalgar. Donde los ingleses nos
dieron la del pulpo por la ineptitud de Villaneuve:
un almirante francés que le puso a Nelson la victoria
a huevo. Un desastre de la Marina española, que jamás le
permitió levantar la cabeza.
Con Carlos IV y el valido Godoy, tan
unidos a Napoleón, los franceses trataron de meternos
las cabras en el corral y si no lo consiguieron fue porque
los españoles pensaron que ya estaba bien de dejarse
avasallar y decidieron que había llegado la ocasión de
acabar con los absolutismos. Así que entre lo dicho y las
arengas de los curas de misa y olla temerosos de que la
Ilustración acabara con el temor a sus prédicas y
privilegios, los gabachos sufrieron lo indecible y
terminaron claudicando.
Tampoco los franceses supieron estar a la altura de las
circunstancias cuando los soldados republicanos huían de
España -en la cual se empezaba ya a cantar el Cara al Sol- a
la búsqueda de cobijo al otro lado de los Pirineos. Y
todavía nos acordamos de las muchas pegas que nos pusieron
para entrar como miembro de hecho en la Unión Europea. Pues
mientras Miterrand, hacía manitas con Felipe
González, la mayoría del partido socialista francés,
se oponía a la entrada de España en la UE porque estaba
convencida de que era ruinoso para la pesca y agricultura
francesas. Sin contar con las actuaciones dubitativas de los
franchutes en tanto y cuanto a perseguir a los etarras
refugiados en su territorio.
El mismo Chirac, entonces en la oposición, prometía
que, si los socialistas perdían las siguientes elecciones en
Francia, pediría una renegociación de lo pactado con los
países ibéricos. Es decir, Portugal y España. Un Jacques
Chirac que empezaba a mostrarse tan contrario a nuestros
derechos que propiciaba, entre otros problemas, que los
agricultores se permitieran el lujo de poner patas arribas
los camiones españoles que cruzaban la frontera cargados de
frutas.
De Chirac se cuenta que un día lo visitó en su despacho de
la alcaldía de París, Abel Matute, que era
comisario europeo, acompañado de Aznar. Y que el
comentario del alcalde parisino, muy dado a las bromas y a
los chistes verdes, fue: “¿Quién es este tío del bigote”. Y,
claro, al enterarse Aznar, poco después, le juró ya odio
eterno.
El odio entre ambos presidentes llegó a su punto culminante
cuando Aznar supo que los franceses habían vetado la ayuda a
España de la UE cuando lo de Perejil. Como, a renglón
seguido, Washington le hizo ver al Rey de Marruecos que
había metido la pata al invadir el islote, terminó
ocurriendo lo que ya todos sabemos. Que Aznar se vio
obligado a hacerse una fotografía de mentira en las Azores.
Un favor que le ha costado innumerables disgustos y
repulsas.
Ahora, tras haber pasado ya mucho tiempo sin tener que
soportar a un Aznar a quien JCH tachaba de antipático,
intransigente e inflexible, el arrogante presidente francés
ha vuelto a demostrar que tiene a España metida entre ceja y
ceja. Y que en cuanto puede trata de fastidiar a los
españoles, ya sea presidente Aznar, Zapatero o el sursum
corda. Lo decimos tras leer una información en este
periódico acerca de un reportaje donde se dice que Chirac
trata de ahogar a Ceuta económicamente. Lo cual demuestra
que el fulano es más o menos como pensaban los gaditanos del
almirante Villaneuve: un hijo de la gran... Francia.
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