“…caminito de Belén, olé,olé,olé
San José…”. En Nador, corazón del Rif, los niños, en
general, sin diferencia de razas ni creencias esperábamos
durante estos día, expectantes y levemente ansiosos la
llegada de Sus Majestades desde Melilla. No conocí a ningún
niño , cristiano o musulmán, primero en mi colegio de la
Divina Infantita y más tarde en el Instituto del pueblo, que
no recibiera sus obsequios. Era tradición profunda de esas
que a todos aprovecha, porque también en casa nos dábamos un
festín en la Fiesta del Cordero y comíamos la jarera de
Ramadam. Eso es lo bueno del mestizaje: que aprovechas lo
más guay de cada hecho cultural. Aunque, a nivel ceremonias
de tronío, me quedo con una buena boda Yeli, donde llegue la
arrejuntaora en la madrugá de jolgorio y fiesta a sacarle el
pañuelo a la novia con las tres rosas rojas de la
virginidad. De hecho, voy a cambiar la foto de mi rácana
columna para poner una del año pasado en una boda gitana,
donde yo era la más sosa de la celebración y que fue tipo la
boda de Farruquito, pero sin tantos medios económicos. ¿Qué
les cuente? Otro día, hoy me encuentro espiritualmente
subyugada por esos tres Magos que vienen desde Oriente con
sus camellos y que ya han enviado a sus pajes a todas las
ciudades de la cristiandad para recoger las cartas de los
niños. Mil veces he relatado como, en el Belén, los Magos
astrólogos iban avanzando por el camino en dirección al
Portal siguiendo a la estrella, al menos ese misterio
acontecía en el Nacimiento de casa, cuando mi progenitor no
había comenzado aún a ensimismarse con los textos coránicos
ni con las predicciones y los gorigoris de sus ufkires de
cabecera. ¡Valiente gazpachuelo es mi familia biológica!.
Pero, en aquellos años cincuenta la tradición pesaba como
una losa de algodón de azúcar, losa era, pero diáfana y
evanescente, algodonosa y dulce como la chupaquía.
Cantábamos villancicos en español, pero reíamos y nos
ilusionábamos siendo cheljaouis y en ese bello tamazigth que
me arrancaron del alma a hostia limpia en el colegio del
Buen Consejo de Melilla, misin fidiej sus ideas de locas.
Pero pelillos a la Mar Chica, por mucha nostalgia que sienta
de ese “tal como fuimos” rifeño en estas tierras andaluzas
donde ando enamorada de mi barriada de El Palo, no por
glamour, sino porque se me asemeja un mix entre el Tetuán y
el Nador posteriores a la Independencia de 1956. Aunque en
el bar donde paro a tomar mis cafés de madrugada, aún
oscurecido y que se llama “Florido” se hable entre andaluz
paleño, cerrado y rotundo y caló sabroso y a menos que canta
un gallo, ante el carajillo y los churros, se alcen las
palmas por bulerías de un villancico andaluz que, para mí,
son los más hermosos del mundo, superiores a la solemnidad
preciosista y polifónica de los alemanes y al alegre
crepitar de los anglosajones.
Vivo la espera de los Magos zascandileando por las calles y
con ese toque de síndrome del nido vacío que se experimenta
cuando los hijos son zangalotones y supongo que, las hijas,
mozuelas, porque Dios no me ha premiado con hembras, sino
con cuatro hijos varones, mi descansado y amado hijo Gabriel
Pineda, mis dos paridos naturales y mi cónyuge que, de los
cuatro y por senectud, es el más mañoso y consentido. Pero
faltan en mi casa la ventana entreabierta la noche del día
cinco de enero, la bandeja de los polvorones, las tres copas
de anís para Melchor, Gaspar y Baltasar y la palangana de
loza con agua para los camellos…¡Ay!
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