Había pasado los últimos dos días
con amigos de la iglesia confeccionando pasteles y
galletas.Sostenía una conversación con mi Señor acerca de la
muerte de mi mamá cuatro meses antes. Y surgían una y otra
vez preguntas como: “¿Por qué tuvo mi santa madre que
soportar tantos años de dolor extremo antes de morir? ¿Por
qué no tengo paz sobre dónde se halla en este momento? ¿Por
qué, Señor, por qué?” Entregué todas las galletas que me
habían sido asignadas, en mi última parada, una dama, al
aceptar la caja de galletas, me besó en la mejilla y
susurró: “Eres un ángel, ¿lo sabes?” Nada más lejos de la
realidad y yo lo sabía. De vuelta me detuve en la calzada, y
me puse a llorar. Extrañaba a mi mama. Esta sería mi primera
Navidad sin ella. Conocía bien el versículo aquel que
plantea que “estar ausente del cuerpo es estar presente con
el Señor”. Sin embargo, lloré sola en aquel camino, incapaz
de aceptar la paz que Dios estaba ansioso de darme.
Finalmente, desesperada y sin pensamiento alguno de
precedente bíblico, le pedí al Señor una señal. Una señal de
que le importaba; una señal de que me había oído: una señal
de que me amaba. Secándome los ojos, regresé a casa donde
preparé en silencio la cena para mi esposo. Estábamos solos;
nuestros hijos, ya casados, viven en otra parte del estado.
A la mañana siguiente, mientras me vestía para la iglesia,
mi esposo se volteó rápidamente sorprendido y me preguntó:
“¿Dónde lo hallaste?”; “¿Hallar qué?” pregunté, arreglándome
la falda delante del espejo. “¡El rubí!” contestó. “¿Es tuyo
ese rubí sobre la sobrecama?” Me apresuré a la cama, tome el
rubí, lo sostuve contra mi pecho y comencé a llorar. Un año
antes, mi esposo y yo habíamos celebrado un importante
aniversario de bodas. Mis hermanos, juntando sus ahorros, me
habían regalado un hermoso rubí en una sencilla cadena de
oro. La siguiente semana y de manera inexplicable, la piedra
se había soltado de su montura y nunca fue hallada,
dejándome angustiada en extremo. Lo había buscado por casi
un año, barriendo las alfombras, revisando los desvanes,
mirando en los lugares menos probables por este rubí que me
había ligado amorosamente a mis hermanos con fuerza
umbilical. Y ahora, esta mañana de domingo, el rubí apareció
de la nada en el centro de nuestra sobrecama. Y algo más
curioso aún es que la cama había sido hecha menos de media
hora antes. Mi esposo, percibiendo mi sospecha, colocó sus
manos firmemente sobre mis hombros y me aseguró que, como
cristiano, él podía afirmar que no sabía nada del paradero
del rubí o cómo había terminado en nuestra sobrecama.
Mirándole a lo profundo de sus ojos, le creí. Giré la piedra
preciosa de un lado para otro en la palma de mi mano. ¡Cuán
parecido a las maneras de Dios! Él sabía de mi fe
defectuosa. Me sorprendió con gozo. No podía haber otra
explicación… y no la busqué tampoco. Fue su regalo de
esposo.
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