Mi tío Antonio fue un superviviente del Desastre de Annual,
acemilero que vio como su mula de despeñaba, por suerte para
él, porque el animal iba con carga, e iba a pie. Pero quedó
“fuera de combate” cuando contrajo las fiebres palúdicas.
Cumplido su servicio militar regresó a su Grazalema natal,
dedicándose a distintas faenas de campo. En ello estaba
cuando, con el advenimiento de la República, pensaba que se
presentaba la gran la oportunidad de superar la
desigualdades sociales, que no eran ni más ni menos que la
de siempre. Sin embargo vio sus ilusiones perdidas. Hecho
prisionero, por el sólo motivo de fidelidad al poder
legalmente constituido, mi tío tuvo que pasar por el trance
de verse condenado a muerte, sin poder defenderse, en
Consejo de Guerra, juicio injusto, como todos los que se
realizaron en ambos bandos. Vio como murió un hermano,
condenado como él en “capilla” conjunta. Que salvó la vida
milagrosamente sin saber cómo y por qué. Le conmutaron la
pena capital por la condena perpetua. Anduvo de cárcel en
cárcel, pasando vejaciones, torturas, hambre, frío…
productos de una implacable represión. Y, gracias a su buena
conducta y a la redención de penas por trabajos realizados,
su encierro se redujo, en principios, a doce años y un día,
para quedar en algo más de siete años.
Desde los distintos lugares en que estuvo encarcelado –San
Fernando, Sevilla, Puerto de Santa María, Barbastro,
Guadalajara, Talavera de la Reina- mi tío, que no sabía leer
ni escribir, pasaba por las lógicas dificultades que ello
entrañaban para poder comunicarse con su familia, ya que las
cartas recibidas se las tenían que leer (lector) y, por
supuesto, tenía que recurrir a algún compañero para
conseguir las respuestas (escribano). Por tal motivo,
asistía a la enseñanza que se impartía en las cárceles, que
en los primeros momentos, decía él –“que la recibía de sus
amigos los comunistas”, ya que siempre entendió él que estos
“rojos” eran más cultos, los mejores preparados. Y sin
dudas, estos intelectuales modularon su formación.
En cierto modo, podía haber sido así, ya que en las cárceles
había gran número de presos intelectuales, víctimas, como
todos, de la represión. Entre ellos se encontraban muchos
maestros, quizás el colectivo más castigado. Eran hombres
con una gran preparación, buenos oradores, que hacían
sentirse de otra manera a aquellos reclusos no letrados que
les escuchaban. La labor de estos maestros, de los que
lograron sobrevivir, se centraba en suministrar
conocimientos, siempre controlados, al resto de la población
reclusa. Estos maestros eran los que, mi tío denominaba
“comunistas”.
Una vez conseguida la “aptitud” –independencia para
escribir-, tenía que poner en marcha la llamada “Regla de
escribir, donde se especificaba que sólo se podía escribir
una vez a la semana, mediante la autorización del Director
del Centro, dirigiéndose al mismo por una instancia que
había que abonar, acompañada de una póliza, cuyo importe iba
a parar a los Huérfanos de Prisiones (mi tío decía: “encima
para ayudar a los huérfanos de nuestros verdugos”). Se
utilizaba una tarjeta postal, sólo por una cara, por lo que
se empleaba una letra muy pequeña. Pasaba por la censura.
Por la otra cara iba la dirección de la persona a la que iba
dirigida –siempre un familiar cercano- y el remite. A veces
intentó escribir algunas de las llamadas de “estraperlo”
–fuera de la regla-, que si no colaba, se la rompían.
Mi tío Antonio, un ejemplo de supervivencia –murió con 96
años- afirmaba que lo más positivo que encontró en la cárcel
fue el haber aprendido a leer y a escribir.
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