Las ciudades son entes vivos, espacios de interacción entre
ciudadanos. Los ciudadanos hacen las ciudades, modelándolas
y configurando su identidad. Un madrileño se siente de
Madrid porque hace uso de sus espacios, disfrutando de las
ventajas que se ofrecen de la vida en común y
responsabilizándose de los deberes que como residente le son
inherentes. Es precisamente en ese equilibrio, fruto de ser
receptor de servicios y emisor de responsabilidades, donde
surge la sensación de pertenencia, es decir, la identidad
ciudadana.
Cuando se rompe ese equilibrio, se produce un desajuste en
ese mecanismo interno que hace a un vecino sentirse parte
activa de un todo. Y en Ceuta sabemos mucho de esto. El
resplandor de un Centro, iluminado y engalanado como un
decorado preciosista, sirve de marco a un Vivas que acecha
tras las esquinas tirándose literalmente a estrechar manos
(y de paso cosechar unos votillos) bajo un manto preciosista
que cuesta, según rezan los presupuestos, unos 140 millones
de pesetas al año. Ahí es nada.
Sin embargo, la vuelta a casa supone la triste vuelta a la
otra Ceuta, la que en el PP llaman “la periferia”. Filas de
grisaceos periféricos cruzamos la frontera del puente del
Cristo (quizás propongan pedir pasaporte en el futuro) y nos
disponemos, con resignación pero con el valioso olor a
presidente en la mano derecha, a volver a casa. El cegador
“efecto Revellín” pasa factura y cada vez los edificios y
calles palidecen mas. Conforme se avanza por las avenidas de
Otero, África o España, en dirección a Benítez, Juan Carlos
I o Hadú, se pregunta uno si todo habrá sido un sueño o un
espejismo. No, no, aún aguanta el olor.
Pobre del que tenga que llegar hasta el Príncipe o Benzú, a
la calle…mmm, sin nombre, sin luz, y sobre todo y lo que es
peor, sin dignidad. Porque si Ceuta algún día quiere ser ese
ejemplo a seguir que algunos políticos hipócritamente
invocan y no promueven, lo será porque hayamos conseguido
que sea la suma de todos. Porque los ceutíes debemos
construir nuestra Ciudad mirándonos unos a otros las caras y
nunca dando la espalda a realidades que sólo pueden ser
germen de marginalidad y exclusión. Porque merecemos
sentirnos orgullosos de ser caballas y eso implica ser parte
de un equipo que no conozca cuotas, ni guetos ni
desigualdades tan vergonzantes como las que asumimos como
sociedad que mira al futuro. Porque el ellos y el nosotros,
el nosotros y el ellos no debería tener cabida en una Ciudad
donde nos rozamos en el autobús, donde nuestros hijos
comparten pupitre y donde el éxito o el fracaso no harán
distingo alguno. Abdelkader y Marta serán, por igual,
víctimas de una sociedad cuyos gobernantes habrán preferido
usar los 4500 millones de pesetas anuales de que disponen
para afrontar un horizonte de caballas orgullosos de una
identidad propia, en aferrarse al poder.
Eso sí, terciopelo, pompa y 50.000 euros para el premio
Convivencia. Cuanta ironía para una Ciudad que acaba de
parir sus primeros presuntos terroristas made in Ceuta.
Curiosamente de allí donde las calles no tienen nombre.
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