Cuando la muerte de Mustafa
Ahmed, vecino ejemplar y hombre cabal, ocurrida el
pasado abril, yo escribí acerca de El Príncipe Alfonso. Un
barrio al cual podría aplicársele una sentencia de la Ley de
Murphy: “Cuando las cosas se dejan a su aire, suelen
ir de mal en peor”. El Príncipe Alfonso ha ido creciendo
bajo la mirada distante de las autoridades y, por supuesto,
de los políticos. Nunca se le prestó la debida atención a
una barriada que parecía estar muy lejos de una ciudad
abocada a expandirse y, por tanto, dispuesta a reducir las
distancias con su periferia.
Recién llegado yo a Ceuta, en los albores de los años
ochenta, hablar de El Príncipe Alfonso parecía estar
prohibido. Había una especie de acuerdo tácito para desviar
cualquier conversación relacionada con un lugar que iba
creciendo a su aire; es decir, a gusto de quienes llegaban
para construirse una vivienda o habitar la de otras personas
que un día decidieron trasladarse a otra zona.
Muchos ceutíes, de aquel tiempo, desconocían lo que tachaban
como suburbio y lo consideraban peligroso, además. Así,
cuando me daba por preguntar, lo primero que respondían es
que me olvidara del asunto y que bien haría en no poner los
pies en aquel sector. Eran consejos de políticos y
autoridades a quienes llegábamos de afuera. Y a fe que los
forasteros cumplían a rajatabla la recomendación. No fue mi
caso. De manera que un día me planté en El Príncipe Alfonso
y recorrí algunas de sus calles.
Durante el paseo, siendo como era entrenador de la
Agrupación Deportiva Ceuta, fui reconocido y me invitaron
algunos vecinos a beber el té de la amistad en un cafetín.
Pasé un rato agradable y me sentí satisfecho de haber estado
en un sitio del que se contaban historias negativas, pero
que estaba abandonado a su suerte por quienes tenían la
obligación de cortar de raíz todos los males que empezaban a
anidar en lo que catalogaban de arrabal.
Algunos años después, me dio a mí por escribir en periódicos
y subí andando al Príncipe para hacer un reportaje. Y volví
a ser tratado muy bien por los vecinos de una barriada que
había crecido en medio de un enorme caos urbanístico y,
naturalmente, dejaba ya entrever los muchos problemas que
ocasionaba la dejadez con que las autoridades miraban hacia
un lugar al que todavía veían a mucha distancia del centro.
De aquella época, recuerdo a Laarbi Mohamed, hoy
presidente de la barriada, como alguien comprometido con los
problemas de su barrio y siempre atento a denunciar las
muchas carencias existentes en un lugar que podía
convertirse en peligroso. Mas por mucho que Laarby Mohamed y
otros vecinos, de cuyos nombres siento no acordarme,
insistieran en propalar que había llegado la hora de que se
adoptasen decisiones políticas encaminadas a erradicar los
males que iban brotando en su barrio, los poderes públicos
se encogían de hombros y ponían de manifiesto una sordera
nefasta y temeraria.
Con ese comportamiento, los poderes públicos, tanto locales
como gubernamentales, propiciaban que El Príncipe Alfonso
caminara, sin solución de continuidad, hacia lo que se ha
dado en llamar un ghetto. Un espacio excelente como caldo de
cultivo de innumerables problemas que terminarían dañando a
la sociedad ceutí y manchando la imagen de una ciudad que
está siempre -y no hay victimismo en mis palabras- cual la
flor del vilano: sometida a los vaivenes del viento de las
críticas.
La muerte de Mustafa Admed fue un aldabonazo más en un sitio
donde la violencia ha tomado ya cuerpo. Los últimos
acontecimientos, referidos al terrorismo, invitan a pensar
que todo lo que empieza mal, acaba peor. Es lo que dice la
Ley de Pudder.
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