A Emilio Lamorena lo conocí yo
cuando era directivo triunfador de la Agrupación Deportiva
Ceuta. Aquel Lamorena tenía 27 años menos y destacaba por su
buen porte, una fisonomía sonriente y el buen trato que
dispensaba a cuantos lo frecuentaban. Cuando se hablaba con
él, quedaba siempre el recuerdo de haber conversado con
alguien tan agradable como educado.
Emilio, en una España donde todavía escaseaban las personas
altas, se distinguía por serlo y además todo lo que se ponía
le caía la mar de bien. Puesto que siempre fue propietario
de un cuerpo donde la ropa parecía sentirse más a gusto que
en ningún otro sitio. Las gafas de cristales abultados,
siempre tan destacadas en su rostro alargado, le daban
cierto toque de distinción y le ayudaban a parecer más
cálido de lo que pudiera ser. La mirada de los que ven poco,
y Emilio no anduvo nunca sobrado de vista -no confundir con
cortedad de miras ni carencia de perspicacia-, parecen estar
en permanente estado de interés durante la cháchara.
En general, Emilio, con todo lo ya dicho y su abundante pelo
crespo, tenía toda la pinta de ser uno de esos tipos
despistados que se tiran horas y horas buscando a ver si
descubren algo que nadie haya descubierto. Ni que decir
tiene, con lo ya expuesto, que estoy hablando de una persona
que me cayó muy bien desde la primera vez que nos
presentaron.
Pasados varios años, desde aquella primera vez, me encontré
con Lamorena en su tierra. Ya no era directivo de la
Agrupación. Pero sí gozaba de una buena posición en la Caja
de Ahorros de Ceuta y ejercía cual político destacado.
Hombre de confianza del entonces alcalde, Ricardo Muñoz,
Emilio gustaba de pegar la hebra conmigo sobre cuestiones
futbolísticas.
Por ello, siendo yo entrenador del primer equipo de esta
tierra, me habló de lo que él ansiaba que fuera el Ceuta. Un
equipo que diese por la Península una imagen extraordinaria
en todos los sentidos.
En los comportamientos, en el vestir uniformado, en el saber
estar en los hoteles... En suma: ser el mejor ejemplo de
Ceuta. Una ciudad tan necesitada, en todo momento, de ser
conocida por lo que vale. Y, sin embargo, tan expuesta, por
circunstancias geoestratégicas, a ser juzgada de manera
injusta.
Las aspiraciones de Emilio eran magníficas. Pero se le
olvidaba que Ceuta, entonces, carecía de infraestructura
deportiva. Y que muchos jugadores, contagiados con el apogeo
de lo bazares, llegaban a la ciudad entusiasmados con la
idea de ganarse un sobresueldo poniendo la manta en los
hoteles.
Todo lo sacado a colación, lo estuve pensando durante varios
días, de hace apenas dos semanas, cuando Emilio luchaba a
brazo partido contra un infarto que lo tenía postrado en un
centro sanitario de Benalmádena. Días angustiosos, que los
suyos vivieron junto a él, y de los que ha salido en
inmejorables condiciones para continuar en la brecha.
El viernes pasado, poco antes de que a mí empezaran a
cerrárseme los párpados, sonó el teléfono y alguien me
preguntó:
-¿Me conoces?...
Pegué un brinco de alegría:
-Emilio, picha, seguro que ya estás entre nosotros!
Y allá que comenzó a explicarme. “Que si estuve así, que si
las pasé canutas, que si he vuelto a la vida, que si los
amigos, que si las llamadas, que si los médicos...”.
Emilio Lamorena, sin duda, volverá a disfrutar a lo grande
de las fiestas navideñas. Es decir, igual que cuando chavea
esperaba el nacimiento del Niño Dios con la fe que suelen
tener los niños. Y uno, tan sensible en ocasiones, se pasa
de rosca y se pone tierno públicamente. Se nota que me voy
haciendo mayor.
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