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OPINIÓN - DOMINGO, 17 DE DICIEMBRE DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

Emilio Lamorena
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

A Emilio Lamorena lo conocí yo cuando era directivo triunfador de la Agrupación Deportiva Ceuta. Aquel Lamorena tenía 27 años menos y destacaba por su buen porte, una fisonomía sonriente y el buen trato que dispensaba a cuantos lo frecuentaban. Cuando se hablaba con él, quedaba siempre el recuerdo de haber conversado con alguien tan agradable como educado.

Emilio, en una España donde todavía escaseaban las personas altas, se distinguía por serlo y además todo lo que se ponía le caía la mar de bien. Puesto que siempre fue propietario de un cuerpo donde la ropa parecía sentirse más a gusto que en ningún otro sitio. Las gafas de cristales abultados, siempre tan destacadas en su rostro alargado, le daban cierto toque de distinción y le ayudaban a parecer más cálido de lo que pudiera ser. La mirada de los que ven poco, y Emilio no anduvo nunca sobrado de vista -no confundir con cortedad de miras ni carencia de perspicacia-, parecen estar en permanente estado de interés durante la cháchara.

En general, Emilio, con todo lo ya dicho y su abundante pelo crespo, tenía toda la pinta de ser uno de esos tipos despistados que se tiran horas y horas buscando a ver si descubren algo que nadie haya descubierto. Ni que decir tiene, con lo ya expuesto, que estoy hablando de una persona que me cayó muy bien desde la primera vez que nos presentaron.

Pasados varios años, desde aquella primera vez, me encontré con Lamorena en su tierra. Ya no era directivo de la Agrupación. Pero sí gozaba de una buena posición en la Caja de Ahorros de Ceuta y ejercía cual político destacado. Hombre de confianza del entonces alcalde, Ricardo Muñoz, Emilio gustaba de pegar la hebra conmigo sobre cuestiones futbolísticas.

Por ello, siendo yo entrenador del primer equipo de esta tierra, me habló de lo que él ansiaba que fuera el Ceuta. Un equipo que diese por la Península una imagen extraordinaria en todos los sentidos.

En los comportamientos, en el vestir uniformado, en el saber estar en los hoteles... En suma: ser el mejor ejemplo de Ceuta. Una ciudad tan necesitada, en todo momento, de ser conocida por lo que vale. Y, sin embargo, tan expuesta, por circunstancias geoestratégicas, a ser juzgada de manera injusta.

Las aspiraciones de Emilio eran magníficas. Pero se le olvidaba que Ceuta, entonces, carecía de infraestructura deportiva. Y que muchos jugadores, contagiados con el apogeo de lo bazares, llegaban a la ciudad entusiasmados con la idea de ganarse un sobresueldo poniendo la manta en los hoteles.

Todo lo sacado a colación, lo estuve pensando durante varios días, de hace apenas dos semanas, cuando Emilio luchaba a brazo partido contra un infarto que lo tenía postrado en un centro sanitario de Benalmádena. Días angustiosos, que los suyos vivieron junto a él, y de los que ha salido en inmejorables condiciones para continuar en la brecha.

El viernes pasado, poco antes de que a mí empezaran a cerrárseme los párpados, sonó el teléfono y alguien me preguntó:

-¿Me conoces?...

Pegué un brinco de alegría:

-Emilio, picha, seguro que ya estás entre nosotros!

Y allá que comenzó a explicarme. “Que si estuve así, que si las pasé canutas, que si he vuelto a la vida, que si los amigos, que si las llamadas, que si los médicos...”.

Emilio Lamorena, sin duda, volverá a disfrutar a lo grande de las fiestas navideñas. Es decir, igual que cuando chavea esperaba el nacimiento del Niño Dios con la fe que suelen tener los niños. Y uno, tan sensible en ocasiones, se pasa de rosca y se pone tierno públicamente. Se nota que me voy haciendo mayor.
 

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