Fiestas de añoranzas, de
recuerdos, etc, y donde hay que domeñar los sentimientos
para no amargarle la existencia a quienes nos frecuentan.
Este artículo creo haberlo escrito otros años. Diciembre es
el mes en que muchas gentes son tomadas por el desánimo y
permiten que la tristeza las invada. Dicen los psicólogos
que, durante estas fechas, las consultas se llenan de
pacientes convencidos de que son los más infelices del
mundo. Aseguran los profesionales encargados de remediar los
males del alma, que los depresivos navideños piensan que son
los únicos sufridores por la falta de los seres queridos y
se hunden aún más en el abismo de la melancolía.
Diciembre, a medida que avanzan los días, también es tachado
de ser un mes manejado por los comerciantes. Y, por tanto,
se ha convertido en tópico el denunciar que la
comercialización de la Navidad está falta de espíritu
cristiano. Se nos dice, por quienes han dedicado su vida a
hacer el bien, que los innumerables pobres existentes en el
mundo están legitimados, en estas festividades, para
sentirse más desgraciados que nadie y hacer de la ira su
arma para combatir las ostentaciones que ven a su alrededor.
La pobreza es terrible. Y qué decir de los que padecen
hambre... Ante el drama de la hambruna, están los
contrastes: surge la luminosidad de las ciudades; los
grandes almacenes llenos de un público ávido de gastar y
gastar... Y, sobre todo, resplandece la alegría desbordante
de los más jóvenes carentes aún de las muecas de dolor que
impiden disfrutar plenamente de estas fiestas.
Y hacen muy bien los jóvenes en vivir en ese otro mundo de
ensueño. Porque ya tendrán tiempo de mirar hacia atrás y
sentir los escalofríos que producen las ausencias de quienes
nos dejaron una huella profunda y un gran vacío. Hacía atrás
suelo yo mirar en algunos momentos de estas celebraciones,
sin ánimo de chapotear en los recuerdos dolorosos y veo con
claridad mis andanzas navideñas. Entonces, la gente era más
católica por convención social, que por convicción personal.
El ambiente ayudaba a que nuestros padres nos llevaran a la
tradicional Misa del Gallo. Ateridas las carnes al caminar
por las calles bajo una niebla densa que hacía más difícil
cumplir con el rito. Y en las calles había muchas personas
cuya única idea era embriagarse esa noche, aprovechando el
nacimiento del Niño Dios. Tal vez para ahuyentar los malos
bajíos de una vida que en los años de postguerra era más que
insoportable. Corría el anís y los polvorones iban sirviendo
de lecho estomacal a una bebida que entraba bien pero su
exceso producía borracheras tiritonas.
Borracheras de pobres hastiados de su condición de serlo y
que antes de coger la curda habían visto como los ricos del
pueblo le rezaban al mismo Dios que ni siquiera era capaz de
aliviar las miserias de aquellos terribles cuarenta donde se
moría de tuberculosis. Y todo por carecer de dinero para
comprar en Gibraltar unos tarros de penicilina que podían
curar a los tísicos condenados a muerte en plena juventud,
si no la obtenían. De aquellas navidades de mi niñez
conservo, como no podía ser menos, un recuerdo entrañable:
un patio de vecinos donde se cantaban villancicos y cada
familia intercambiaba lo poco que tenía. Un polvorón por
aquí, un pestiño por allá...
Los hombres bebían de las botellas que las bodegas regalaban
a sus arrumbadores por ser Navidad. Y eran días donde los
marineros que navegaban al moro para pescar eran esperados
por los suyos con el alma en vilo. Temerosos de los
temporales de levante en el Estrecho. También había
depresiones. Sin duda. Aunque los depresivos, más que
psicólogos, necesitaban tener la certeza de que podían poner
la olla al día siguiente.
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