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OPINIÓN - VIERNES, 15 DE DICIEMBRE DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

La comida
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Muchos años he pertenecido yo a la redacción de periódicos locales y siempre fui reacio a dejarme ver en las cuchipandas oficiales. Acepté una invitación de Jesús Fortes cuando era presidente. Y recuerdo que me sentaron a su vera. Se trataba de una comida navideña en el hotel La Muralla y los periodistas de la época me miraban extrañados por ocupar el sitio que me habían asignado. Y es que días antes, de aquella comida, mi columna no había sido motivo de alegría para la primera autoridad de la tierra.

En un momento determinado de la reunión, me dio por sincerarme con JF y se me ocurrió decirle que le quedaba nada y menos en el cargo. La mirada que me echó el presidente era una mezcla de incredulidad y desprecio. Aunque supe aguantarle el tirón. Pues estaba convencido de que su mandato había caducado. Y a partir de ahí, es decir, a partir de aquella cuchipanda, mis relaciones con JF, hasta entonces inexistentes, fueron mejorando mientras sus aduladores huían como es sabido que lo suelen hacer las ratas en los naufragios.

El año pasado, por estas fechas, quienes están al frente de las relaciones del presidente de la Ciudad con la prensa, me invitaron a la comida ya acostumbrada en el mes de diciembre. Y acudí presto a la cita. Entre otras razones porque comer en la Tasca de Pedro siempre me apetece. Luego, a la hora de escribir, todavía recuerdo de qué manera destaqué a los compañeros con los cuales compartí espacio en la mesa. Muy lejos de la presidencia.

Esta vez, es decir, en la comida celebrada el martes, día 13, el sitio que me reservaron los encargados del protocolo, me permitía dialogar con Juan Vivas. Con quien llevaba ya muchos meses cruzando sólo, en contadas ocasiones, los saludos acelerados de hola que tal y hasta mañana si nos vemos.

Hablar con Juan Vivas me apetecía. Lo digo con la misma sinceridad que le he hablado a él durante las dos horas que hemos compartido mesa y mantel. Y sin cortarme lo más mínimo por la presencia de otras personas con criterios diferentes a los expuestos por mí. Procuré, por supuesto, enrollarme con él antes de empezar a beber el buen vino que me habían dicho que se iba a servir. Porque a mí, que no soy bebedor, podría desatárseme la lengua con la ingestión de un caldo que llegaba con fama de exquisito.

Así, entre bromas y veras, como bien definió un gran profesional de la SER, que era vecino de mesa, le fui exponiendo al presidente lo que creí conveniente. Con esa claridad meridiana que él ya conoce, pero que hacía mucho tiempo, quizá demasiado, que no había tenido ocasión de mostrársela.

En este caso, me encontraba ante un presidente triunfador. Un presidente que va a ganar las elecciones de calle. Y, sin embargo, necesita, de vez en cuando, recibir soplos de aire fresco. Conversaciones repletas de indiscreciones y de chácharas incorrectas. El poder desgasta, sin duda; pero lo peor para quienes mandan es la rutina. El tener que oír los mismos halagos todos los días se convierte en una pesada losa. Todo cansa. Y del cansancio se pasa al hastío y lo que viene detrás es la desconfianza en lo circundante.

De tal modo, que mi consejo al presidente, por más que uno sepa que los consejos gratis no surten efecto, no tiene vuelta de hoja: debe procurar airearse. Tomarse, cada dos por tres, la licencia de reunirse con quien le salga a él de sus bledos para vivir durante ese tiempo en la realidad. Y lejos de la servidumbre del despacho. Cuatro paredes, que, por mucho que se adornen y con el transcurrir de los años, acaban por convertirse en una cárcel de oro. La comida, presidente, por si le vale de algo, me permitió pasar un rato agradable y decirle lo que me dio la real gana.
 

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