Muchos años he pertenecido yo a la
redacción de periódicos locales y siempre fui reacio a
dejarme ver en las cuchipandas oficiales. Acepté una
invitación de Jesús Fortes cuando era presidente. Y
recuerdo que me sentaron a su vera. Se trataba de una comida
navideña en el hotel La Muralla y los periodistas de la
época me miraban extrañados por ocupar el sitio que me
habían asignado. Y es que días antes, de aquella comida, mi
columna no había sido motivo de alegría para la primera
autoridad de la tierra.
En un momento determinado de la reunión, me dio por
sincerarme con JF y se me ocurrió decirle que le quedaba
nada y menos en el cargo. La mirada que me echó el
presidente era una mezcla de incredulidad y desprecio.
Aunque supe aguantarle el tirón. Pues estaba convencido de
que su mandato había caducado. Y a partir de ahí, es decir,
a partir de aquella cuchipanda, mis relaciones con JF, hasta
entonces inexistentes, fueron mejorando mientras sus
aduladores huían como es sabido que lo suelen hacer las
ratas en los naufragios.
El año pasado, por estas fechas, quienes están al frente de
las relaciones del presidente de la Ciudad con la prensa, me
invitaron a la comida ya acostumbrada en el mes de
diciembre. Y acudí presto a la cita. Entre otras razones
porque comer en la Tasca de Pedro siempre me apetece. Luego,
a la hora de escribir, todavía recuerdo de qué manera
destaqué a los compañeros con los cuales compartí espacio en
la mesa. Muy lejos de la presidencia.
Esta vez, es decir, en la comida celebrada el martes, día
13, el sitio que me reservaron los encargados del protocolo,
me permitía dialogar con Juan Vivas. Con quien llevaba ya
muchos meses cruzando sólo, en contadas ocasiones, los
saludos acelerados de hola que tal y hasta mañana si nos
vemos.
Hablar con Juan Vivas me apetecía. Lo digo con la
misma sinceridad que le he hablado a él durante las dos
horas que hemos compartido mesa y mantel. Y sin cortarme lo
más mínimo por la presencia de otras personas con criterios
diferentes a los expuestos por mí. Procuré, por supuesto,
enrollarme con él antes de empezar a beber el buen vino que
me habían dicho que se iba a servir. Porque a mí, que no soy
bebedor, podría desatárseme la lengua con la ingestión de un
caldo que llegaba con fama de exquisito.
Así, entre bromas y veras, como bien definió un gran
profesional de la SER, que era vecino de mesa, le fui
exponiendo al presidente lo que creí conveniente. Con esa
claridad meridiana que él ya conoce, pero que hacía mucho
tiempo, quizá demasiado, que no había tenido ocasión de
mostrársela.
En este caso, me encontraba ante un presidente triunfador.
Un presidente que va a ganar las elecciones de calle. Y, sin
embargo, necesita, de vez en cuando, recibir soplos de aire
fresco. Conversaciones repletas de indiscreciones y de
chácharas incorrectas. El poder desgasta, sin duda; pero lo
peor para quienes mandan es la rutina. El tener que oír los
mismos halagos todos los días se convierte en una pesada
losa. Todo cansa. Y del cansancio se pasa al hastío y lo que
viene detrás es la desconfianza en lo circundante.
De tal modo, que mi consejo al presidente, por más que uno
sepa que los consejos gratis no surten efecto, no tiene
vuelta de hoja: debe procurar airearse. Tomarse, cada dos
por tres, la licencia de reunirse con quien le salga a él de
sus bledos para vivir durante ese tiempo en la realidad. Y
lejos de la servidumbre del despacho. Cuatro paredes, que,
por mucho que se adornen y con el transcurrir de los años,
acaban por convertirse en una cárcel de oro. La comida,
presidente, por si le vale de algo, me permitió pasar un
rato agradable y decirle lo que me dio la real gana.
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